martes, 18 de septiembre de 2012

Henry Ford II

Henry Ford II por Jaime Chica Londoño
 
América acababa de adquirir su independencia industrial respecto de Europa, pero era tributaria del mismo sistema capitalista, definido por Adam Smith, Ricardo y Malthus, aceptado como un postulado por Marx y al mismo tiempo denunciado por él. Ese sistema era un sistema en el que el dinero era rey, él solo hacía allí la ley, dominaba el mercado y la condición obrera. En Europa el movimiento de emancipación social iba a ser interrumpido, traicionado y quebrado por la guerra, falseado en seguida profundamente por la Revolución de octubre de 1917. En América, la condición obrera era, si es posible, aún más lamentable. La organización sindical, violentamente combatida por la parte patronal, sin defensa ante las leyes, no lograba formularse, menos aún formarse y unificarse. La inmigración masiva de los últimos años había volcado sobre el continente una mano de obra miserable, iletrada, a merced de las peores explotaciones, toda dispuesta a convertirse en ese proletariado descrito por Marx y "que no tiene nada que perder más que sus cadenas".

La dificultad para juzgar a Henry Ford se debe a que, en su país al menos, la mejor parte de sus métodos ha sido tan universalmente adoptada, que ya no se ve más su potente originalidad y su extraordinario beneficio. Se ha mantenido una enojosa tenencia a no acordarse más que de las extravagancias y de la dureza del hombre, particularmente evidentes en los últimos años de su vida. Pero en 1912 Henry Ford iba a tener cincuenta años, no bacía sino muy poco tiempo que se hallaba a la cabeza de fábricas, de las que un escritor irlandés escribía: "Cuando estudiáis la Compañía Ford, tenéis delante vuestro un gran Estado, perfecto en todas sus partes, lo que ha aproximado de más cerca para siempre ir la Utopía a la faz de la tierra". Que haya podido hablarse así prueba hasta qué punto la empresa de Henry Ford pareció revolucionaria a sus contemporáneos.

Henry Ford nació en 1863, cerca de Detroit, en la granja de su padre. Su padre era en efecto un campesino emigrado y tenía la intención de que el hijo mayor de la familia se convirtiese a su turno en campesino. En realidad, Henry Ford no abandonó definitivamente el trabajo de la tierra para convertirse en mecánico lino en 1891, a la edad de veintiocho años. Conservó siempre de sus orígenes rurales un ascetismo puritano, un gusto pronunciado por la naturaleza y la soledad, por los árboles y por los pájaros, una determinación completamente revolucionaria de aligerar un día el peso los trabajos y la suerte de los campesinos. Lo hizo más ningún otro en el mundo.

Pero  por vocación profunda no le gustaba otra cosa que la mecánica. La fuerza de su genio, pues tuvo genio, fue una afinidad prodigiosa con las máquinas, no importa cuál máquina fuese, desde las ruedas de un reloj hasta una locomotora. Más tarde dirá del tiempo de su infancia: "Entonces, como hoy, mis juguetes eran herramientas". Y luego: "Las máquinas son para el mecánico los libros son para el escritor. Éste saca de ellos ideas, y si tiene algo de cerebro, aplicará esas ideas". Henry Ford había nacido mecánico, no será nunca más que un mecánico, un inventor de mecánica. Ésa fue su fuerza y su límite. El trastorno social juzgado necesario por Edison, la emancipación social de los obreros de los campesinos soñada por Marx: he ahí en lo que pensaba Henry Ford también constantemente. Él creía que la máquina y e1 desarrollo mecánico podían, si no alcanzar, por lo menos hacer posibles ese trastorno y esa emancipación. Hoy día parece de tal (nodo evidente que todos los países del mundo busquen industrializarse, que el prestigio que tiene Rusia sobre las naciones atrasadas proviene menos de su marxismo que de sus realizaciones industriales, y que no se concibe más una independencia nacional real sin industrialización. Pero en 1888, cuando Henry Ford declaraba a su joven esposa deslumbrada que iba a construir un carruaje sin caballos, a horseless carriage, que por lo demás el caballo estaba definitivamente perimido, y que, de allí a algunos años, la Quinta Avenida de Nueva York estaría atestada de esos vehículos sin caballos, entonces era menos evidente. Cosa curiosa, Henry Ford había detestado siempre a los caballos y, según parece, los caballos le retribuían la antipatía.

En una empresa enteramente nueva, hay mucha distancia de la primera intuición a la realización. Es en la noche de Navidad de 1893 que, en la cocina de su departamento en Detroit y con ayuda de su esposa, Henry Ford experimentó con éxito su primer motor a explosión interna. En 1896 construyó su primer cuadriciclo a motor. En 1903 vendió recién su primer coche. Tenía entonces cuarenta años. Y no es sino diez años más tarde, con el modelo T, la expansión de las fábricas, la racionalización de la producción y de la distribución, con la famosa jornada de cinco dólares por ocho horas de trabajo, que Henry Ford realizó lo que siempre había tenido en el espíritu y que alcanzó al mismo tiempo la fortuna y la gloria. Hasta entonces, y salvo su esposa, nadie había creído verdaderamente en su genio. Se cuenta que, cuando construyó su primer vehículo automóvil, y, orgullosamente, fue a ver a su padre en la granja, éste le dio una mala acogida. El viejo campesino pensaba seguramente que un muchacho de treinta y tres años, cargado de familia, y que dejaba atrasar tres meses las cuentas de su proveedor de comestibles antes de pagarlas, debía hacer algo mejor que entretenerse con artefactos mecánicos, en los que gastaba todo su tiempo y todo su dinero.

Más tarde, cuando Henry Ford buscó accionistas para su nueva Compañía y se  asoció con un comerciante de carbón, llamado Malcomson, le costó bastante trabajo inspirar confianza. Los dos excelentes historiadores de la Ford Motor Company, Alian Nevins y Frank E. Hill, anotan: "Lo que la gente sabía bien era tan sólo que Malcomson era un gran impulsor del salto acrobático en natación, que Ford tenía ya detrás de sí un primer fracaso en los negocios y que se había retirado de una segunda aventura, y que la fabricación de automóviles parecía ya peligrosamente superpoblada". Ford encontró, en todo y por todo, 28.000 dólares de dinero líquido. En lo sucesivo, no tendrá jamás ni una moneda más dada desde afuera para aumentar ese primer capital. No obstante, durante varias semanas la nueva Compañía bordeó la bancarrota: del 7 al 11 de julio de 1903 no tuvo más que 223 dólares con 65 centavos en bancos, mientras que las facturas llegaban y aquélla no había vendido todavía un solo automóvil. Finalmente el primer coche Ford fue vendido el 15 de julio a un médico de Chicago, el doctor E. Pfennig. De allí todo fue cuesta arriba. El 20 de la compañía tenía más de 23.000 dólares en bancos. Diez años después, el 1 de marzo de 1913, tenía ya pagado a sus accionistas más de quince millones de dólares en dividendos, y sus propiedades estaban valuadas en más de veintidós millones.

No menciono todos estos detalles solamente porque conciernen a la historia del más grande capitán de la industria americana y para mostrar que su vida no fue muy fácil, después de todo. Hay una significación más importante: en el momento mismo en que Ford_ enriquecía a sus accionistas, su vida de jefe de empresa no era sino una larga y áspera querella con ellos. Existe entre la gente que no considera, en una empresa dada, más que el dinero que ésta puede rendirles, una torpeza particular y una credulidad monumental. Los accionistas de Ford recibían cada mes los dividendos como un maná del cielo, rehusándose obstinadamente a considerar de dónde les venía ese maná. En el momento mismo en que Ford los enriquecía, las bancarrotas se multiplicaban en la industria automotriz americana. Los accionistas de Ford hubieran podido decirse que las ideas y los métodos de Ford eran superiores a los de los otros industriales y que su maná mensual era quizá simplemente el efecto de esa causa. Ese razonamiento sencillo jamás se lo hicieron. Hasta el final, hasta que Ford los hubo eliminado completamente, los accionistas de Ford no quisieron ni comprender ni admitir la idea enteramente nueva que Ford se hacía de la industria en general y de la industria automotriz en particular. Conozco pocas ilustraciones tan precisas de la famosa fábula de la gallina de los huevos de oro.

Puede parecer absurdo, y hasta desagradable, utilizar ciertas palabras en el dominio industrial; no obstante, se está obligado a decir que, mientras que los accionistas de Ford tenían de la Compañía Ford una idea esencialmente mercantil, el mismo Ford tenia de ella una idea esencialmente apostólica y misionera. Y esa Idea de Ford comenzaba a demostrar su verdad por su éxito. Ford tomó realmente por una especie de San Pablo, encargado del cuidado y de la solicitud, no de todas las Iglesias, sino sin embargo de todas las partes del mundo, enviando en todas las y a todos los pueblos de la tierra, no ya Epístolas, sino automóviles, camiones, tractores, motores, llevando así a todas las razas, no un mensaje de esperanza sobrenatural, sino una promesa de progreso y de liberación. Henry Ford se consideraba y era el profeta del motor, el apóstol del motor, el testigo y el mártir del motor: una convicción tal de su parte, y sobre todo la intensa calidad de esa convicción, hería, chocaba, trastornaba los hábitos mercantilistas del mundo capitalista. En efecto, según la tradición burguesa mejor establecida, las más venerada, absolutamente sacrosanta, bien pueden tolerarse, como curiosos fenómenos de la civilización, los profetas y los apóstoles, pero nunca, en ningún momento, jamás de los jamases, se los debe introducir en un Consejo de Administración.

Ahora bien, Henry Ford no solamente formaba parte del Consejo de Administración de la Compañía, sino que era la cabeza administrativa de ésta, del mismo modo que era el jefe y el organizador de las fábricas de la Compañía. Tenía la intención de hacer de su Compañía un instrumento dócil a su profetismo: era fatal que no fuese comprendido, era fatal que tuviese conflictos. Cualquiera que sea la resonancia y el éxito de su mensaje, los profetas viven y mueren solos. En el aislamiento y el absolutismo de los últimos años, que hicieron cometer a Henry Ford tantas torpezas, no es cuestión solamente de mal carácter y de orgullo; entra en ello la certidumbre de haber visto siempre lo que los demás no veían, lo que se habían rehusado a ver, el sentimiento de haber tenido tanto tiempo, contra todos y él solo, la razón.

Estoy bien seguro aquí de que no transformo ni exagero el pensamiento de Henry Ford. En su libro My Philosophy Of Industry, tituló el primer capítulo sencillamente: "Un nuevo Mesías, la Máquina", y resulta bien evidente que él se consideraba el profeta de ese nuevo Mesías. Para describir la renovación que ese mesías aporta, Ford utiliza el lenguaje mismo del Apocalipsis: cielos nuevos, tierra nueva. Toda la vida de Henry Ford se explica por esto: la paciencia, la obstinación, el empecinamiento de los largos y difíciles años del comienzo, dedicados, los demás pensaban malgastados, en azarosas experiencias mecánicas; la pobreza indefinida no tenida en cuenta para nada con tal de que un día el motor marchara. La inmensa fortuna del final, tampoco tenida en cuenta para nada, con tal de que las fábricas marcharan y produjesen. Cuando era archimillonario, y archimillonario en dólares, un periodista le preguntó solemnemente: "Señor Ford, ¿cuánto vale usted?" Él respondió: "No lo sé, y por lo demás me importa un bledo". Uno se condena a no comprender nada de la personalidad de Henry Ford si no se cree que en ese momento decía la verdad desnuda.

Diré cuál es el lugar del dinero en la jerarquía de los valores, según Henry Ford. Ese lugar se hallaba en lo más bajo. Lo que más contaba para él era el trabajo del hombre, y el trabajo dentro de su poder creador. Veía en él la alegría y el objeto de la vida. No se trabaja para ganarse la vida; el trabajo es la vida misma: "Quienes reflexionan saben que el trabajo es la salvación de la raza, desde todos los puntos de vista, moral, físico o social. No trabajamos solamente para vivir; el trabajo es la vicia". Como buen puritano, Ford era esencialmente un buen moralista; como buen puritano además, reducía toda la moralidad a la práctica de una sola virtud: el trabajo. Como el mártir es la más alta expresión de la fe del creyente, para Henry Ford la industria tenía algo de sagrado y de altamente honorable, porque ella es la más perfecta expresión del trabajo y de la producción del hombre. Como buen puritano siempre, Henry Ford no se interesaba en el arte.

Ford vio, sin embargo, y lo vio tan profundamente como Marx, que ciertas condiciones de trabajo pueden degradar al hombre, en lugar de ennoblecerlo. Uno se acuerda de la famosa fórmula de Marx sobre "la degradante división del trabajo en trabajo intelectual y trabajo manual". Si dio en conocerla, imagino que esa fórmula no tenía gran sentido para Ford. Desde hacía mucho tiempo, había resuelto en sí mismo la contradicción. Ford era esencialmente un trabajador manual; había comenzado como campesino, en seguida había sido obrero, siguió siendo siempre un mecánico, pero al mismo tiempo había sido siempre un nombre de reflexión, un pensador si se quiere, ¿por qué? Pretendía aunque su experiencia manual y su afinidad prodigiosa con las herramientas y la materia a transformar le daban más inteligencia de la que los libros dan a quienes hacen profesión de ser intelectuales. En el concepto de Ford, el trabajo manual es considerado —con el mismo título, pero diferentemente, que la intuición intelectual o artística— un medio directo de lograr lo que Simone Weil ha llamado soberbiamente "el pacto original del espíritu ton el universo".

Pero Ford era un apóstol. No le bastaba haber resuelto un problema para él; quería aportar la solución al mundo entero. Si se analiza de cerca lo que fue el descubrimiento original de Ford, el mismo contiene enteramente una visión aguda y extremadamente práctica del papel universal de la mecánica (engineering) en la emancipación social. Ya Aristóteles había previsto que el desarrollo de la mecánica permitiría abolir un día la esclavitud. Es decir, que los hombres, en lugar de tener a otros hombres como esclavos, no tendrían más que "esclavos mecánicos". Henry Ford realizó esa profecía de Aristóteles, y ello muy conscientemente. Es ahí donde es grande, es ahí donde él es infinitamente más revolucionario que Marx, que no era sino un intelectual. Por lo demás, Rusia lo ha comprendido bien, pues que envió a sus ingenieros a que se formaran en las fábricas Ford y pidió ingenieros Rodd para Rusia. Mil veces en su vida, y desde su juventud, Henry Ford se explicó lo más claramente del mundo acerca de ese tema de la emancipación social aportada por el progreso mecánico: "No ya más el hombre sino la máquina va a ser en adelante la bestia de carga". Y además: "Es necesario quitar el fardo de trabajo y de fatiga que pesa abrumadoramente sobre la carne y la sangre y hacerlo recaer sobre el acero y el motor".
 
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