jueves, 20 de septiembre de 2012

Henry Ford IV

UN PROCESO DE ORTODOXIA (Parte Final)

 Hubo varios procesos resonantes en la vida de Henry Ford. Ninguno es más esclarecedor, desde el punto de vista de mi tema, que el que lo enfrentó a los dos hermanos Dodge. Las convicciones y el profetismo de Henry Ford son allí expresados por él en un lenguaje tanto más sorprendente cuanto que el mismo está desprovisto de todo patetismo. Ford expone allí su concepto de la empresa industrial, en oposición abierta y en desafío constante, al concepto clásico del capitalismo. En otros términos, ese proceso es esencialmente un proceso de ortodoxia. Más allá de los intereses comprometidos, y ellos eran considerables, se trataba ante todo de saber quién era ortodoxo y quién era herético, quién tenía el concepto verdadero de la empresa y quién tenía de ella un concepto erróneo.

He aquí los hechos. En junio de 1903 la Ford Motor Company había sido transformada en corporación con un capital nominal de 100.000 dólares. Las diversas contribuciones en valores propios y las patentes representaban casi las tres cuartas partes de ese capital declarado. 23.000 dólares tan sólo fueron entregados en efectivo. Sobre las mil acciones emitidas, los hermanos Dodge recibieron cincuenta acciones cada uno. Esas acciones representaban el trabajo v las piezas suministradas a Ford por los talleres Dodge, más 3.000 en efectivo.

La compañía fue modificada varias veces, ciertas acciones fueron eliminadas, el capital nominal fue aumentado, pero nunca con dinero venido de afuera. En 1916 contaba con ocho accionistas, siendo Henry Ford por sí solo mayoritario. Desde 1915 se estimaba que la Compañía Ford había hecho ya ganar a los hermanos Dodge 5.450.000 dólares, y ese mismo año les había pagado 1.200.000 dólares en dividendos. Entretanto, los hermanos Dodge habían fundado por su lado una compañía de automóviles, y contaban a buen seguro con los dividendos Ford para extender sus negocios. Por su parte Henry Ford no pensaba más que en extender su propia producción, y trazaba los planos de la fábrica de Rouge, que debía ser la más grande y la más bella fábrica del mundo. Ford tenía necesidad de dinero, y como ni siquiera se le ocurría la idea de reducir los salarios, redujo los dividendos en la proporción de 10 a 1, lo que hacía pese a todo lo bonita suma de dos millones de dólares por mes para la totalidad de los dividendos. Los hermanos Dodge fueron presas del pánico. Hubo proceso. Los dos protagonistas principales fueron Henry Ford y el abogado de los Dodge, Elliot G. Stevenson. Fue un caso memorable.

Para iniciar su Compañía, Henry Ford había tenido necesidad de dinero, es decir, de accionistas. En esa época, y visto su poco crédito, había tenido mucha suerte al encontrarlo, pero después resultaron ser los accionistas quienes habían tenido aún más suerte al haberlo encontrado a él. Una institutriz de Detroit, hermana de Couzens, había titubeado largamente en colocar todos sus ahorros (200 ó 300 dólares) en la Compañía Ford. Prudentemente terminó por no comprar más que una sola acción de 100 dólares. Esa sola acción debía enriquecerla y rendirle 335.000 dólares. Lo que contrariaba a Ford en una situación así no era en manera alguna distribuir sus dividendos, sino estar obligado a tener en cuenta, en el gobierno de su empresa, si no la opinión, por lo menos intereses de gentes que no tenían ninguna responsabilidad en el negocio y que no tenían absolutamente las mismas ideas que él sobre el modo de conducirlo. Ford llegó a considerar a los accionistas como parásitos. Cierto, los leones mismos tienen parásitos, pero aparte de que no es necesario que las pulgas terminen por devorar al león, Ford, con su intransigencia puritana, no admitía que una sola pulga pudiese vivir a expensas de un león. Así, pues, lo que estaba en cuestión primeramente era la relación del jefe de empresa con los accionistas: ¿a quién correspondía el control de la empresa?

Pero de pronto hubo una apuesta mucho más grave: ¿cuál es  el fin esencial de la empresa industrial y comercial? ¿Hacia cuál está ella en primer lugar y principalmente orientada? Los hermanos Dodge, y Stevenson, su abogado, representaban la posición capitalista tradicional y pretendían que la empresa está esencial y principalmente orientada hacia la ganancia, siempre una ganancia más grande, es decir, finalmente hacia dividendos cada vez mayores. No tenían ninguna dificultad en admitir que, hasta entonces, sus dividendos habían sido más bien "hermosos" —lovely dividends.

Henry Ford tenía de la industria y de los negocios una idea enteramente diferente, por no decir opuesta. Para él, la empresa industrial y comercial era primero y ante todo un servicio público, y definía así sus finalidades: "Permitir a un gran número de personas la compra y el uso (de un automóvil) y dar a un gran número de hombres trabajo y salarios sustanciales. Tales son los dos fines que yo tengo en la vida". Dentro de ese programa, no existe cuestión de dinero o de ganancias; se verá que Ford era sincero y que, para él, el dinero y las ganancias no son fines de la empresa sino medios. Definía así su método industrial: "Extender las operaciones, mejorar la calidad del artículo, hacer lo más posible los repuestos nosotros mismos, y reducir el precio de costo así como el precio de venta". La ganancia era lo que le permitía continuar haciendo andar la fábrica, perseguir su propósito de expansión y de autarquía industrial; la ganancia era además la señal de su éxito, la prueba de que él tenía razón y de que sus métodos eran buenos: "No se estimaría que yo haya triunfado 6Í al mismo tiempo no pudiera realizar eso y hacer, no obstante, una hermosa ganancia para mí mismo y mis asociados en los negocios". Pero añadía en seguida, con una solemnidad que rozaba la insolencia: "Y que me sea permitido decir aquí que yo no creo que debamos realizar tan monstruosas ganancias sobre nuestros automóviles. Una ganancia razonable, está bien; pero no demasiada. Es por ello que mi política ha sido la de reducir con todas mis fuerzas el precio del automóvil tan pronto como la producción lo permitía, y de dar el beneficio de ello a los clientes y a los obreros. Lo sorprendente en el negocio es que los beneficios resultantes para nosotros mismos se han vuelto enormes".

Tratar una ganancia elevada, y, consecuentemente, grandes dividendos, de "monstruosos" (awjul), en tanto que los Dodge los hallaban tan "hermosos" (lovely), era blasfemar del buen Dios en su templo, y era eso lo que no podía ser perdonado. Allí estuvo el fondo del proceso. Y se produjo el diálogo siguiente, en el que se enfrentaron dos concepciones, con la implacable intransigencia de ortodoxias incompatibles:


STEVENSON. — Y ahora, voy a hacerle la siguiente pregunta: ¿es usted siempre de opinión que esas ganancias eran "ganancias monstruosas"?

FORD. — Y, bien, pues pienso que sí. Definitivamente, sí.

STEVENSON. ¿ Y es ello la razón por la cual usted no estaba contento de continuar haciendo tales ganancias monstruosas?

FORD. — Aparentemente no somos capaces de mantener bajo el nivel de las ganancias.

STEVENSON. — ¿Es que usted trata de mantener bajo ese nivel? ¿Para qué la Ford Motor Company está organizada si no es para las ganancias, quiere usted decírmelo, señor Ford?

FORD. —Ella está organizada para hacer el mayor bien que podamos, en todas partes, para quienquiera que se interese en ella. Para ayudar lo más posible a quienquiera que tenga necesidad de ello. . . Para hacer dinero e invertirlo, para dar trabajo, para mandar el automóvil allí donde las gentes puedan servirse de él... Y, accesoriamente (incidentally) para hacer dinero.

STEVENSON. — ¿"Accesoriamente" para hacer dinero?

FORD. — Sí, señor.

STEVENSON. — Pero lo que para usted define y justifica la empresa. . . ¿es dar a un gran ejército de obreros trabajo y altos salarios, reducir el precio de venta de su automóvil, de suerte tal que muchas personas puedan comprarlo barato, y a quienquiera que desee un coche, dárselo?

FORD. — Si usted da todo eso, el dinero le lloverá en las manos, usted no llegará a deshacerse de él.

En todas las universidades del mundo, a todos los jóvenes que quieren aprender algunas nociones de economía política se les debería obligar a saber de memoria ese extraordinario diálogo. En economía, el mismo es tan importante como la Declaración de Independencia en política. Expresa, lo mismo que aquélla, una cié de revolución copernicana. La empresa no gira ya más en torno del dinero; el dinero no es sino un planeta de la empresa; pero la empresa misma está al servicio del hombre. De la misma manera que la medicina está al servicio del hombre. Ese diálogo fantástico e3 tan importante para quienes ingresan a los negocios como el juramento de Hipócrates lo es para los médicos.

Los dos historiadores de la Compañía Ford señalan justamente que, en ese proceso entre Ford y los hermanos Dodge, hubiera sido posible una transacción, y que Ford, desde un punto de vista jurídico, hubiese considerablemente reforzado su posición si hubiera consentido en decir: "Nuestra política entera procura finalmente el interés de los accionistas. La expansión es solamente una necesidad de la empresa. A la larga esa expansión será inmensamente lucrativa para la Compañía (como la historia lo probó posteriormente). El hecho de que la Compañía crea nuevos empleos y puede reducir el precio del automóvil es accesorio (incidental) . En cuanto a los dividendos, ya hemos reanudado el pago de dividendos especiales, y desde que la situación de la Compañía lo permita, los aumentaremos".

Pero precisamente ese proceso daba a Ford, profeta y apóstol, el foro donde hacer resonar su convicción. ¿Qué le importa perder un proceso? Él se haría cortar en pedazos por su convicción. Pedirle reconocer, por una parte, que las ganancias y los dividendos eran el fin primero y principal de la empresa, y, por otra parte, que la creación de nuevos empleos altamente remunerados, juntamente con la rebaja del precio de venta del producto manufacturado no eran más que un fin secundario y accesorio, era pedirle a un cristiano que hiciera profesión de fe musulmana o a un médico que declarara que el corazón está del lado derecho. ¿Cómo pedir a un hombre que reniegue de sí mismo hasta ese punto? Una transacción semejante hubiese deshonrado a Henry Ford a sus propios ojos. No era de ese género de hombre.

Seguramente, perdió su proceso. El juez tomó el partido de la "hermosura" de las ganancias contra su "monstruosidad". La sentencia de ese juez merece ser meditada: habla un lenguaje tan claro como Ford. "Una empresa mercantil —dice—está organizada y dirigida, desde luego y primeramente, para la ganancia de los accionistas. Las facultades de los directores están empleadas a ese fin... y no pueden extenderse a cambiar el fin mismo de la empresa, o a reducir las ganancias, o a retener las ganancias destinadas a los accionistas para consagrarlos a otro empleo que no son los dividendos." Bendito sea ese juez. Benditos sean los hermanos Dodge y su abogado. Bendito sea ese proceso y la condena. Me parece imposible en adelante hacerse ilusiones sobre la verdadera naturaleza de la economía americana: según que ella haya seguido al juez o a Henry Ford, es capitalista o anticapitalista. No se puede ser a la vez partidario de Henry Ford o del juez. Uno de los ejercicios que más debería ser practicado en las universidades americanas sería el de rehacer el proceso de Ford y ver si hoy, en el estado presente de las leyes y de las costumbres americanas. aquél sería todavía condenado. Yo lo dudo.

En realidad y en el momento, no más que Galileo, Ford no perdió del todo su proceso. En primer lugar, evidentemente la sentencia no le cambió las ideas. "Yo debo conducir el negocio —dijo— sobre una base que yo creo sólida y justa. Nada puedo hacer de otro modo." En seguida, la sola amenaza de que abandonaría la Compañía, dejándola peligrar, para fundar una nueva sin accionistas, determinó a todos los accionistas a venderle sus partes. Los hermanos Dodge recibieron veinticinco millones de dólares. Se dice que Ford bailó de júbilo. En adelante iba a marchar solo hacia la expansión, de la expansión a la autarquía, de la autarquía a la autocracia. Débese señalar en su descargo que no se le había dejado mucha opción. Con su solo parecer, tenía además razón, tal como una inmensa fortuna vino en seguida a probarlo a los ojos de todos.

Pero lo más importante desde el punto de vista de mi asunto es que inmediatamente Henry Ford ganó su proceso ante la opinión pública, y es por ello que se puede juzgar de qué manera esa opinión pública estaba, como el mismo Ford, impregnada de las ideas de Carey. Una cierta concepción de la economía política se formaba en ese país, en oposición a las tradiciones capitalistas todavía mantenidas oficialmente por el juez. Los dos historiadores de la Ford Motor Company sugieren, además, que el gusto de la popularidad dictó a Ford su actitud durante el proceso. No lo creo. O por lo menos pienso que, como todo predicador, Ford estaba contento de tener un auditorio. Pero el hecho de que el público americano lo haya escuchado tan a gusto prueba hasta qué punto esa nación estaba pronto para la revolución anticapitalista que Ford definía en la empresa.

Si el juez que condenó a Henry Ford hubiese tenido espíritu y cultura, si hubiese comprendido exactamente todas las implicaciones del proceso y de su propia sentencia, he aquí el discurso que habría podido dirigir al niño terrible de la industria americana, inútil es decir que ese discurso es, de mi parte, enteramente imaginado; pero creo que expresa bastante bien la situación respectiva del acusado y del juez. Imagino asimismo que ese juez habría pronunciado ese discurso en el tono paternal que un viejo juez afecta gustosamente con una juventud delincuente a la que quiera dejar una oportunidad de rehabilitarse a los ojos de la sociedad, He aquí ese discurso:

 
"Lo he condenado a usted, señor Henry Ford, porque era mi deber y porque represento aquí a una sociedad capitalista burguesa, de la que no solamente usted viola las leyes, sino, lo que es infinitamente más grave, de la que usted hace tambalear la ortodoxia. Si se me permite revelar aquí mis sentimientos personales, diré que mi veredicto no ha sido dictado por ninguna animosidad. Por el contrario, lo quiero bien a usted, señor Ford, y le tengo mucho afecto. Para decir la verdad, tengo el corazón desgarrado. De una parte, ¿cómo olvidar que usted es ya un hombre rico, que está en situación de convertirse un día no lejano en un hombre fabulosamente rico, en uno de los hombres más ricos del mundo? ¿Cómo, pues, no sentirle afecto? Con la leche maternal he bebido el amor al dinero. Mi vocación de juez en una sociedad capitalista no hace sino confirmarme en ese amor. Represento con orgullo una sociedad basada sobre la ganancia, y sus ganancias son enormes, señor Ford; enormes. Observe, se lo ruego, que digo "enormes", no tolero que se las llame "monstruosas". Nos hallamos casi en el centro de la querella, señor Ford, de su querella con la sociedad capitalista burguesa. Lo estimo a usted, pero no puedo respetarlo.

"Confiese que mi caso es trágico. A mi edad, no creía estar ya destinado a desempeñar el papel de uno de esos héroes de teatro, preso entre el amor y el deber, y que no puede respetar completamente el objeto de una pasión fatal. Mi caso es corneliano, y eso parece que lo deja a usted profundamente indiferente. Voy a ir más lejos: aquí, en este tribunal, donde soy juez, los papeles me parecen invertidos. De una parte, no puedo dejar de estimarlo a usted a causa de su dinero, y de otra parte, me siento infinitamente culpable de estimar a un hombre que, como usted, siente tan poco la veneración debida al dinero. En realidad, me siento infinitamente más culpable de lo que usted aparenta sentirse culpable. Usted no reconoce sus errores, señor Ford, usted tiene en sus resoluciones el orgullo de una conciencia endurecida y de un pecador sin arrepentimiento. A creerle a usted, soy yo el equivocado, es decir, la ley, y esa sociedad capitalista que represento y que es mi deber proteger aquí.

"No quiero humillar inútilmente a un hombre tan rico como usted. Pero, en fin, señor Ford, ¿qué conoce usted acerca de las leyes de la más sana economía? Tenga por lo menos la modestia de su ignorancia. Quizá ni siquiera ha oído usted hablar jamás del señor Adam Smith. Voy a decirle pues quién era él. El señor Adam Smith era un intelectual inglés, un profesor, señor Ford, y lie ha escrito un libro admirable, del que le recomiendo la lectura y que se llama The Wealth of Nations (La riqueza de las naciones). En ese libro el señor Adam Smith ha definido perfectamente y para siempre las leyes una sana economía, que usted al parecer ignora. Ahora bien, ara el señor Adam Smith el objeto, la finalidad suprema de la economía política es acrecentar sin cesar la riqueza y el poder que a la riqueza, y no hay que salir de ahí. El acrecentamiento de la riqueza, no es otra cosa que la acumulación de las ganancias. En la definición clásica el señor Adam Smith, que sabe lo que dice, guarda bien de hablar de los obreros y de sus salarios o del teres de los consumidores, y de hacer todo el bien posible, en das partes donde es posible, a todo el mundo posible. Todo ello son ideas de poeta. Y el señor Ricardo, ¿ha oído usted alguna z hablar del señor Ricardo? Los delincuentes que se nos envía hoy día tienen una bien pobre instrucción; es una lástima. El señor Ricardo era un banquero de Londres, hizo un casamiento ventajoso y escribió libros que hacen autoridad. Es necesario ver como habla del salario de los obreros. En una sana economía, se deben reducir los salarios lo más posible, como se reduce el precio de costo de los sombreros o de toda otra mercancía. Y todo el resto es beneficio, es decir, ganancias, es decir, dividendos, y todo está bien así.

"Piense, señor Ford, que para todo inglés en su sano juicio la autoridad de los señores Smith y Ricardo es tan sagrada como la peluca del alcalde de Londres. Y es porque los ingleses han aplicado sin temor y sin piedad esas leyes de los señores Smith y Ricardo, que la reina Victoria reinó sobre la nación más rica y el imperio más próspero del mundo. ¿Cómo podrían ignorarse tales antecedentes y quién es usted para atreverse a oponerse a todos ellos? ¿No tenéis temor de una soledad así?

("Hasta un hombre como el señor Carlos Marx, un intelectual alemán, reconoció el genio de los señores Smith y Ricardo y la validez científica de su sistema. ¿Dije que la reconoció? Hizo de ella la base de su propio sistema. Observe usted que no siento ningún afecto por Carlos Marx, que vivió en Londres una vida y miserable y cuyas obras las considero muy peligrosas para sociedad. Tengo hasta vergüenza de pronunciar su nombre en este recinto. Porque era un revolucionario y pretendía que el sistema capitalista de los señores Smith y Ricardo debía un día transformarse en sentido contrario, como una larva se transforma en  mariposa. También tenía sus idea3 de poeta, y todo ese aspecto se lo dejo a usted. Pero, en suma, por muy revolucionario que fuese, se reconocía discípulo y continuador de los señores Smith y Ricardo. Y bien, señor Ford, siento aún más vergüenza por usted que por Marx, puesto que usted no respeta siquiera a los maestros que él respetaba y parece que usted es infinitamente más revolucionario que él.

"Voy a precisar más mi intención. El señor Adam Smith, maestro de todos nosotros, enunció la ley siguiente, que él sabía era científica, y que fue aceptada como tal por los señores Ricardo y Marx: “Si usted eleva o baja los salarios y la ganancia, usted eleva o baja al mismo tiempo los precios”. Espero que esa ley es bastante clara para que usted la comprenda. Según la ortodoxia capitalista, de la que el señor Adam Smith es el doctor indiscutido, sobre la cual está fundada nuestra sociedad, y que yo represento aquí, no hay más que un solo medio de bajar el precio de venta del producto: bajar al mismo tiempo los salarios, o las ganancias, o las dos cosas a la vez. Como no se puede exigir razonablemente de un capitalista, cuya finalidad es enriquecerse, que rebaje su ganancia, si ese capitalista quiere, de una parte rebajar los precios para sobrevivir dentro de la competencia del mercado, si quiere por otra parte mantener y aumentar su ganancia, es llevado fatalmente y por una necesidad científica a reducir los salarios, a reducirlos cada vez más hasta lo que se llama el mínimo vital, porque es necesario igualmente que los obreros vivan y se reproduzcan, para no agotar la fuente de esa mercancía que se llama trabajo. Ese estado de cosas es lo que es. Reconozco que se reduce a decir que no se puede enriquecer sino a expensas de los pobres. El señor Ricardo se felicita de ello. El señor Carlos Marx lo deplora. Al menos todos reconocen la necesidad científica de ese estado de cosas y que el mismo se halla en la base de nuestra sociedad capitalista.

"Usted, señor Ford, usted solo, con toda la intrepidez de los ignorantes, usted se atreve a hollar la ley de Adam Smith. Usted pretende a un mismo tiempo rebajar los precios, elevar los salarios, y lo hace. La consecuencia de la ley es que usted debería estar arruinado. Nada de eso; usted aumenta, por el contrario, sin cesar las ganancias. Usted trastorna todo el sistema capitalista, señor Ford, usted lo trastorna de arriba abajo. Usted camina con la cabeza, y pretende que puede enriquecerse, no empobreciendo a los pobres, sino enriqueciéndolos. Usted camina con la cabeza, soy yo quien se lo dice, pero el escándalo de los escándalos es que ello le reporta a usted éxito. Pero me dejo arrebatar por mi indignación en lugar de explicarle las consecuencias de su locura. Discúlpeme.

"Una empresa, señor Ford, y en general toda organización económica y social, se define por su finalidad. Si usted le cambia los fines, le cambia la naturaleza. Ahora bien, usted cambia los fines de la empresa industrial y comercial, usted le cambia, por lo tanto, la naturaleza. Su empresa no es más capitalista, al menos según la tradición oficial definida por los señores Smith y Ricardo, reconocida y estampillada por el señor Carlos Marx. Y si usted no es capitalista, rico como usted es, quisiera saber qué es usted. Lo que le reprocho más es embrollar todas mis ideas, y usted no tiene el derecho de hacerlo.

"Usted ha pronunciado una palabra infortunada, señor Ford, una palabra extremadamente infortunada, para no decir perniciosa. Usted ha osado decir que, para usted, el dinero no es sino un elemento como tantos otros en la cadena de producción, a part in the conveyor line, como el carbón, o el mineral, o una de sus numerosas máquinas. Pero en el sistema capitalista, la ganancia, es decir, el dinero, es el fin supremo, yo iba a decir el ídolo. Pero por el contrario, los salarios y los obreros no son sino un elemento en la cadena de producción, como el carbón o el mineral. Y he aquí que usted invierte todo. Usted no considera sus ganancias en un grado mayor que una reserva de carbón que le permite a usted hacer marchar sus fábricas, sino que, por el contrario, considera usted el alza de los salarios como uno de los fines esenciales de la industria.

"Haciendo eso, usted va a una consecuencia social extrema y que considero altamente revolucionaria. Usted modifica radicalmente la condición obrera. El sistema capitalista ortodoxo cuida mucho de reducir y mantener al obrero en el mínimo vital, en lo que el señor Carlos Marx llama justamente la condición proletaria. Doblando los salarios de sus obreros, señor Ford, usted ha arruinado por la base esa condición proletaria, usted socava por la base el sistema capitalista. Usted da a sus obreros mucho más que un mínimo vital, usted les da un poder de compra del que ellos disponen libremente, usted les da un derecho común en el mercado, les confiere la dignidad de cliente y de consumidor, en tanto que hasta ahora no estaban en el mercado sino a título de mercancía como otra de que se dispone pero que no dispone por sí misma.

Resumo y clasifico mi acusación:

1.      Usted rebaja sistemáticamente el precio de venta del producto fabricado y eleva al mismo tiempo los salarios de sus obreros.

2.      Usted hace pasar el producto fabricado de la categoría de lujo a la categoría de barato y de primera necesidad.

3.      Usted hace pasar al obrero y su trabajo de la categoría de mercancía en el mercado a la categoría de cliente y consumidor.

4.      Al hacer esto usted hace pasar a los señores Smith y Ricardo por imbéciles; usted va aún mucho más lejos: hace tambalear al señor Carlos Marx, cuya teoría revolucionaria reposa en su totalidad sobre el hecho de que, en un régimen capitalista, jamás, jamás el obrero puede elevarse por arriba del mínimo vital y a la dignidad de cliente.

 

"No sonría, señor Ford; usted debería sentir vergüenza. Usted es un herético, y el peor de los heréticos. No solamente niega usted el dogma, el dogma capitalista según el Evangelio de Adam Smith y de Ricardo, sino que arroja sobre él el ridículo, pues estoy obligado a confesarlo, pese a todo ello: usted se enriquece mucho y constantemente, lo cual es el fin supremo del capitalista; usted se enriquece como sin quererlo y divirtiéndose, lo cual es el sueño del capitalista; usted se enriquece, en tanto que debería arruinarse. Si no viviéramos en un siglo ilustrado y que ha desterrado toda superstición, yo me preguntaría si no hay alguna brujería en todo eso; y si usted no fuera tan rico, señor Ford, ¡qué placer tendría yo en mandarlo a la cárcel!

 Sépalo bien, según la ortodoxia capitalista que yo represento aquí y en nombre de la cual he condenado a usted, su fortuna, por muy grande que sea, está mal adquirida, pues usted la ha adquirido enriqueciendo a los pobres en lugar de empobrecerlos más, y usted hace de ella un uso ilegítimo pues pretende que ella aproveche a todos en lugar de guardarla celosamente para usted mismo. Su fortuna no es legítima, puesto que usted viola la ley del enriquecimiento; y lo dejo a usted con estas palabras irrefutables que los generales austríacos dijeron a Napoleón, que los había vencido: «Todas sus victorias son nulas, por cuanto ellas han sido obtenidas contra el reglamento militar»".

La economía política es un tema tan austero que el lector me perdonará por haberme entretenido tanto tiempo en una situación divertida. Pero esa situación no es divertida, como las situaciones en el teatro de Moliere, sino porque ella oculta y revela a la vez una enorme superchería. En la línea de Adam Smith, Ricardo y Carlos Marx, la economía política parece tan fabulosa y mitológica como la alquimia medieval. El proceso Ford contra los hermanos Dodge tiene de único el que desenmascara esa superchería. Es por ello que lo cómico aflora allí constantemente. Ese proceso debería ser tan famoso en economía política como el proceso de Sócrates en filosofía o el proceso de Galileo en astronomía.

Quizás el lector me perdonará además si, antes de abandonar el tema de ese extraordinario proceso de ortodoxia, dejo aún correr mis reflexiones bajo una forma imaginada. Supongo ahora que el abogado de Henry Ford haya llevado fielmente su diario; he aquí lo que habría podido escribir allí el 7 de febrero de 1919 a la noche:

"Hoy he perdido un proceso. El más grande proceso de mi carrera de abogado. La apuesta era de varias decenas de millones de dólares y el control de una de las más grandes industrias de este país. Yo defendía al señor Henry Ford, de Detroit. El juez ha pronunciado su sentencia contra nosotros. Seguramente, no me gusta perder un proceso, sobre todo cuando los intereses comprometidos son tan enormes. No obstante, no llego a definir los sentimientos que me agitan esta noche. No experimento ninguna tristeza y no me siento seguramente con el estado de ánimo de un vencido. En cuanto a mi cliente, él estaba radiante. Debo decir que, en todo el transcurso del proceso, hizo todo lo que pudo para indisponer al juez. Si hemos perdido, es culpa suya. Pero si mi cliente hubiese ganado, no hubiese estado más feliz. Me acuerdo de estas palabras de Montaigne: «También hay derrotas triunfantes que rivalizan con victorias». No se puede describir, en menos palabras, lo que ha ocurrido hoy.

"Si los historiadores se interesan algún día en este proceso, lidiarán que quizás ha sido el proceso más extraordinario del siglo. Para mí, y que se me perdone, lo encuentro más importante que el Tratado de Versalles, que va a ser firmado este año, y más significativo para el espíritu, más revolucionario realmente en la Revolución de octubre de 1917 en Rusia. Más allá de los litigantes, es la sociedad misma la que estaba acusada y se defendía. Ella nos ha condenado, pero tengo la certidumbre de que es ella, quien ha perdido finalmente el proceso y de que nosotros lo hemos ganado. Es decir, que a partir de hoy la sociedad americana debe reconocer que el capitalismo es un sistema económico, no solamente perimido, sino absurdo, y que no le conviene más.

"Personalmente, hace ya algún tiempo que yo preveía esta evolución (debería escribir esta revolución). He leído a Henry Charles Carey, el gran economista americano, y hallo que el señor Ford no ha hecho sino llevar al tribunal las ideas de Carey, tal como las ha aplicado en la industria. He tratado en vano, lo reconozco, de explicar al juez que América no era más una colonia inglesa, y que nos resultaba muy ventajoso repudiar las ideas económicas inglesas, como nuestros antepasados habían arrojado por la borda el derecho divino del rey de Inglaterra y la tiranía del Parlamento. Hoy que la forma marxista de esa escuela económica triunfa en Rusia, me parece que deberíamos ver mejor las consecuencias fatales del capitalismo, y que América ha tenido la gran fortuna de haber inventado una economía política original, que no tiene nada que ver con el capitalismo o el marxismo, y que nada le debe. El juez no ha querido entender nada.

"El juez estaba particularmente indignado por el menosprecio que el señor Ford muestra por el dinero. Su conciencia capitalista sentía remordimientos por esa actitud. Pero Henry Charles Carey no hablaba del dinero de manera distinta que Henry Ford. Es Carey quien escribió que «el dinero es para la sociedad lo que el combustible es para una locomotora, lo que el alimento es para un organismo humano —la causa del movimiento, del cual resulta la energía». Y no otra cosa. Esas palabras me parecen profundas y muy americanas. El señor Ford tiene exactamente la misma idea acerca del dinero. Se trata evidentemente de una idea esencialmente anticapitalista, pero ¿por qué no, si ella es verdadera? El juez ha reprochado mucho aj) señor Ford el hacer pasar a Adam Smith, Ricardo y Carlos Marx por imbéciles, pero la idea no se le ha ocurrido sino en el terreno de la economía política; tal vez son imbéciles, y sean el señor Ford y su maestro Carey quienes tengan razón y tengan genio.

"Lo que he comprendido bien es que el señor Ford, que es seco como un sarmiento, siente por el capitalismo el mismo desprecio que siente por las gentes que tienen la desgracia de ser obesas.

Para él, acumular dinero por el placer de disfrutar de él es tan estúpido como acumular alimentos por el placer de comer siempre más. En todas las cosas es necesario un límite. Los médicos no prohíben comer, pero no incitan tampoco a la obesidad. E evidente para mí que esa manera de ver es perfectamente justa Me acuerdo haber leído, en la obra de un economista francés del siglo XVII, Bois-Guillebert, el precepto de que era necesario «rechazar el dinero dentro de sus límites naturales». Es lo que Carey recomienda y que el señor Ford ha hecho muy bien. Para ellos, resulta evidente que el dinero no es sino un medio y un servicio público el verdadero fin de la empresa. Es eso lo que no se les perdona, de igual modo que los obesos por sobre-alimentación aborrecen a las gentes delgadas, que tienen bastante control sobre sí mismas para mantenerse con salud y en buenas condiciones físicas.

"En suma, este proceso, aunque perdido para nosotros, me ha parecido muy excitante para el espíritu y memorable. Es verdaderamente el proceso del capitalismo, comenzado por América este proceso no acabará allí. América emprende este proceso de una manera mucho más radical de lo que lo ha hecho Marx. Ella rechaza como falsas las leyes pretendidamente científicas de la economía capitalista; hace mucho más que rechazarlas; ella establece la prueba, por los hechos y en la realidad, de que esas leyes son falsas. Resulta evidentemente escandaloso, tanto para un marxista que acepta esas leyes a ojos cerrados como para un capitalista ortodoxo, como nuestro juez, que las venera.

"Dormiré bien esta noche. ¿Puede acaso tocarle a un abogado una suerte más bella que la de haber tenido el honor, una vez en su vida, de litigar en un proceso de ortodoxia, en el que aquel que pierde está seguro de haber finalmente ganado?"

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