He aquí los
hechos. En junio de 1903 la Ford Motor Company había sido transformada en
corporación con un capital nominal de 100.000 dólares. Las diversas
contribuciones en valores propios y las patentes representaban casi las tres
cuartas partes de ese capital declarado. 23.000 dólares tan sólo fueron
entregados en efectivo. Sobre las mil acciones emitidas, los hermanos Dodge
recibieron cincuenta acciones cada uno. Esas acciones representaban el trabajo
v las piezas suministradas a Ford por los talleres Dodge, más 3.000 en
efectivo.
La compañía fue
modificada varias veces, ciertas acciones fueron eliminadas, el capital nominal
fue aumentado, pero nunca con dinero venido de afuera. En 1916 contaba con ocho
accionistas, siendo Henry Ford por sí solo mayoritario. Desde 1915 se estimaba
que la Compañía Ford había hecho ya ganar a los hermanos Dodge 5.450.000
dólares, y ese mismo año les había pagado 1.200.000 dólares en dividendos.
Entretanto, los hermanos Dodge habían fundado por su lado una compañía de
automóviles, y contaban a buen seguro con los dividendos Ford para extender sus
negocios. Por su parte Henry Ford no pensaba más que en extender su propia
producción, y trazaba los planos de la fábrica de Rouge, que debía ser la más
grande y la más bella fábrica del mundo. Ford tenía necesidad de dinero, y como
ni siquiera se le ocurría la idea de reducir los salarios, redujo los
dividendos en la proporción de 10 a 1, lo que hacía pese a todo lo bonita suma
de dos millones de dólares por mes para la totalidad de los dividendos. Los
hermanos Dodge fueron presas del pánico. Hubo proceso. Los dos protagonistas
principales fueron Henry Ford y el abogado de los Dodge, Elliot G. Stevenson.
Fue un caso memorable.
Para iniciar su
Compañía, Henry Ford había tenido necesidad de dinero, es decir, de
accionistas. En esa época, y visto su poco crédito, había tenido mucha suerte
al encontrarlo, pero después resultaron ser los accionistas quienes habían
tenido aún más suerte al haberlo encontrado a él. Una institutriz de Detroit,
hermana de Couzens, había titubeado largamente en colocar todos sus ahorros
(200 ó 300 dólares) en la Compañía Ford. Prudentemente terminó por no comprar
más que una sola acción de 100 dólares. Esa sola acción debía enriquecerla y
rendirle 335.000 dólares. Lo que contrariaba a Ford en una situación así no era
en manera alguna distribuir sus dividendos, sino estar obligado a tener en
cuenta, en el gobierno de su empresa, si no la opinión, por lo menos intereses
de gentes que no tenían ninguna responsabilidad en el negocio y que no tenían
absolutamente las mismas ideas que él sobre el modo de conducirlo. Ford llegó a
considerar a los accionistas como parásitos. Cierto, los leones mismos tienen
parásitos, pero aparte de que no es necesario que las pulgas terminen por
devorar al león, Ford, con su intransigencia puritana, no admitía que una sola
pulga pudiese vivir a expensas de un león. Así, pues, lo que estaba en cuestión
primeramente era la relación del jefe de empresa con los accionistas: ¿a quién
correspondía el control de la empresa?
Pero de pronto
hubo una apuesta mucho más grave: ¿cuál es
el fin esencial de la empresa industrial y comercial? ¿Hacia cuál está
ella en primer lugar y principalmente orientada? Los hermanos Dodge, y
Stevenson, su abogado, representaban la posición capitalista tradicional y
pretendían que la empresa está esencial y principalmente orientada hacia la
ganancia, siempre una ganancia más grande, es decir, finalmente hacia
dividendos cada vez mayores. No tenían ninguna dificultad en admitir que, hasta
entonces, sus dividendos habían sido más bien "hermosos" —lovely
dividends.
Henry Ford tenía
de la industria y de los negocios una idea enteramente diferente, por no decir
opuesta. Para él, la empresa industrial y comercial era primero y ante todo un
servicio público, y definía así sus finalidades: "Permitir a un gran
número de personas la compra y el uso (de un automóvil) y dar a un gran número
de hombres trabajo y salarios sustanciales. Tales son los dos fines que yo
tengo en la vida". Dentro de ese programa, no existe cuestión de dinero o
de ganancias; se verá que Ford era sincero y que, para él, el dinero y las
ganancias no son fines de la empresa sino medios. Definía así su método
industrial: "Extender las operaciones, mejorar la calidad del artículo,
hacer lo más posible los repuestos nosotros mismos, y reducir el precio de
costo así como el precio de venta". La ganancia era lo que le permitía
continuar haciendo andar la fábrica, perseguir su propósito de expansión y de
autarquía industrial; la ganancia era además la señal de su éxito, la prueba de
que él tenía razón y de que sus métodos eran buenos: "No se estimaría que
yo haya triunfado 6Í al mismo tiempo no pudiera realizar eso y hacer, no obstante,
una hermosa ganancia para mí mismo y mis asociados en los negocios". Pero
añadía en seguida, con una solemnidad que rozaba la insolencia: "Y que me
sea permitido decir aquí que yo no creo que debamos realizar tan monstruosas
ganancias sobre nuestros automóviles. Una ganancia razonable, está bien; pero
no demasiada. Es por ello que mi política ha sido la de reducir con todas mis
fuerzas el precio del automóvil tan pronto como la producción lo permitía, y de
dar el beneficio de ello a los clientes y a los obreros. Lo sorprendente en el
negocio es que los beneficios resultantes para nosotros mismos se han vuelto
enormes".
Tratar una
ganancia elevada, y, consecuentemente, grandes dividendos, de
"monstruosos" (awjul), en tanto que los Dodge los hallaban tan
"hermosos" (lovely), era blasfemar del buen Dios en su templo, y era
eso lo que no podía ser perdonado. Allí estuvo el fondo del proceso. Y se
produjo el diálogo siguiente, en el que se enfrentaron dos concepciones, con la
implacable intransigencia de ortodoxias incompatibles:
STEVENSON. — Y ahora, voy a hacerle la
siguiente pregunta: ¿es usted siempre de opinión que esas ganancias eran
"ganancias monstruosas"?
FORD. — Y, bien, pues pienso que sí.
Definitivamente, sí.
STEVENSON. —
¿ Y es ello la razón por la cual usted
no estaba contento de continuar haciendo tales ganancias monstruosas?
FORD. — Aparentemente no somos capaces
de mantener bajo el nivel de las ganancias.
STEVENSON. — ¿Es que usted trata de
mantener bajo ese nivel? ¿Para qué la Ford Motor Company está organizada si no
es para las ganancias, quiere usted decírmelo, señor Ford?
FORD. —Ella está
organizada para hacer el mayor bien que podamos, en todas partes, para
quienquiera que se interese en ella. Para ayudar lo más
posible a quienquiera que tenga necesidad de ello. . . Para hacer dinero e
invertirlo, para dar trabajo, para mandar el automóvil allí donde las gentes
puedan servirse de él... Y, accesoriamente (incidentally) para hacer dinero.
STEVENSON. — ¿"Accesoriamente"
para hacer dinero?
FORD. — Sí, señor.
STEVENSON. — Pero lo que para usted
define y justifica la empresa. . . ¿es dar a un gran ejército de obreros
trabajo y altos salarios, reducir el precio de venta de su automóvil, de suerte
tal que muchas personas puedan comprarlo barato, y a quienquiera que desee un
coche, dárselo?
FORD. — Si usted da todo eso, el dinero
le lloverá en las manos, usted no llegará a deshacerse de él.
En todas las
universidades del mundo, a todos los jóvenes que quieren aprender algunas
nociones de economía política se les debería obligar a saber de memoria ese
extraordinario diálogo. En economía, el mismo es tan importante como la
Declaración de Independencia en política. Expresa, lo mismo que aquélla, una
cié de revolución copernicana. La empresa no gira ya más en torno del dinero;
el dinero no es sino un planeta de la empresa; pero la empresa misma está al
servicio del hombre. De la misma manera que la medicina está al servicio del
hombre. Ese diálogo fantástico e3 tan importante para quienes ingresan a los
negocios como el juramento de Hipócrates lo es para los médicos.
Los dos
historiadores de la Compañía Ford señalan justamente que, en ese proceso entre
Ford y los hermanos Dodge, hubiera sido posible una transacción, y que Ford,
desde un punto de vista jurídico, hubiese considerablemente reforzado su
posición si hubiera consentido en decir: "Nuestra política entera procura
finalmente el interés de los accionistas. La expansión es solamente una
necesidad de la empresa. A la larga esa expansión será inmensamente lucrativa
para la Compañía (como la historia lo probó posteriormente). El hecho de que la
Compañía crea nuevos empleos y puede reducir el precio del automóvil es
accesorio (incidental) . En cuanto a los dividendos, ya hemos reanudado el pago
de dividendos especiales, y desde que la situación de la Compañía lo permita,
los aumentaremos".
Pero
precisamente ese proceso daba a Ford, profeta y apóstol, el foro donde hacer
resonar su convicción. ¿Qué le importa perder un proceso? Él se haría cortar en
pedazos por su convicción. Pedirle reconocer, por una parte, que las ganancias
y los dividendos eran el fin primero y principal de la empresa, y, por otra
parte, que la creación de nuevos empleos altamente remunerados, juntamente con
la rebaja del precio de venta del producto manufacturado no eran más que un fin
secundario y accesorio, era pedirle a un cristiano que hiciera profesión de fe
musulmana o a un médico que declarara que el corazón está del lado derecho.
¿Cómo pedir a un hombre que reniegue de sí mismo hasta ese punto? Una
transacción semejante hubiese deshonrado a Henry Ford a sus propios ojos. No
era de ese género de hombre.
Seguramente,
perdió su proceso. El juez tomó el partido de la "hermosura" de las
ganancias contra su "monstruosidad". La sentencia de ese juez merece
ser meditada: habla un lenguaje tan claro como Ford. "Una empresa
mercantil —dice—está organizada y dirigida, desde luego y primeramente,
para la ganancia de los accionistas. Las facultades de los directores están
empleadas a ese fin... y no pueden extenderse a cambiar el fin mismo de la
empresa, o a reducir las ganancias, o a retener las ganancias destinadas a los
accionistas para consagrarlos a otro empleo que no son los dividendos."
Bendito sea ese juez. Benditos sean los hermanos Dodge y su abogado. Bendito
sea ese proceso y la condena. Me parece imposible en adelante hacerse ilusiones
sobre la verdadera naturaleza de la economía americana: según que ella haya
seguido al juez o a Henry Ford, es capitalista o anticapitalista. No se puede
ser a la vez partidario de Henry Ford o del juez. Uno de los ejercicios que más
debería ser practicado en las universidades americanas sería el de rehacer el
proceso de Ford y ver si hoy, en el estado presente de las leyes y de las
costumbres americanas. aquél sería todavía condenado. Yo lo dudo.
En realidad y en
el momento, no más que Galileo, Ford no perdió del todo su proceso. En primer
lugar, evidentemente la sentencia no le cambió las ideas. "Yo debo
conducir el negocio —dijo— sobre una base que yo creo sólida y justa. Nada
puedo hacer de otro modo." En seguida, la sola amenaza de que abandonaría
la Compañía, dejándola peligrar, para fundar una nueva sin accionistas,
determinó a todos los accionistas a venderle sus partes. Los hermanos Dodge
recibieron veinticinco millones de dólares. Se dice que Ford bailó de júbilo.
En adelante iba a marchar solo hacia la expansión, de la expansión a la
autarquía, de la autarquía a la autocracia. Débese señalar en su descargo que
no se le había dejado mucha opción. Con su solo parecer, tenía además razón,
tal como una inmensa fortuna vino en seguida a probarlo a los ojos de todos.
Pero lo más
importante desde el punto de vista de mi asunto es que inmediatamente Henry
Ford ganó su proceso ante la opinión pública, y es por ello que se puede juzgar
de qué manera esa opinión pública estaba, como el mismo Ford, impregnada de las
ideas de Carey. Una cierta concepción de la economía política se formaba en ese
país, en oposición a las tradiciones capitalistas todavía mantenidas oficialmente
por el juez. Los dos historiadores de la Ford Motor Company sugieren, además,
que el gusto de la popularidad dictó a Ford su actitud durante el proceso. No
lo creo. O por lo menos pienso que, como todo predicador, Ford estaba contento
de tener un auditorio. Pero el hecho de que el público americano lo haya
escuchado tan a gusto prueba hasta qué punto esa nación estaba pronto para la
revolución anticapitalista que Ford definía en la empresa.
Si el juez que
condenó a Henry Ford hubiese tenido espíritu y cultura, si hubiese comprendido
exactamente todas las implicaciones del proceso y de su propia sentencia, he
aquí el discurso que habría podido dirigir al niño terrible de la industria
americana, inútil es decir que ese discurso es, de mi parte, enteramente
imaginado; pero creo que expresa bastante bien la situación respectiva del
acusado y del juez. Imagino asimismo que ese juez habría pronunciado ese
discurso en el tono paternal que un viejo juez afecta gustosamente con una
juventud delincuente a la que quiera dejar una oportunidad de rehabilitarse a
los ojos de la sociedad, He aquí ese discurso:
"Lo he condenado a usted, señor
Henry Ford, porque era mi deber y porque represento aquí a una sociedad
capitalista burguesa, de la que no solamente usted viola las leyes, sino, lo
que es infinitamente más grave, de la que usted hace tambalear la ortodoxia. Si
se me permite revelar aquí mis sentimientos personales, diré que mi veredicto
no ha sido dictado por ninguna animosidad. Por el contrario, lo quiero bien a
usted, señor Ford, y le tengo mucho afecto. Para decir la verdad, tengo el
corazón desgarrado. De una parte, ¿cómo olvidar que usted es ya un hombre rico,
que está en situación de convertirse un día no lejano en un hombre
fabulosamente rico, en uno de los hombres más ricos del mundo? ¿Cómo, pues, no
sentirle afecto? Con la leche maternal he bebido el amor al dinero. Mi vocación
de juez en una sociedad capitalista no hace sino confirmarme en ese amor.
Represento con orgullo una sociedad basada sobre la ganancia, y sus ganancias
son enormes, señor Ford; enormes. Observe, se lo ruego, que digo
"enormes", no tolero que se las llame "monstruosas". Nos
hallamos casi en el centro de la querella, señor Ford, de su querella con la
sociedad capitalista burguesa. Lo estimo a usted, pero no puedo respetarlo.
"Confiese
que mi caso es trágico. A mi edad, no creía estar ya destinado a desempeñar el
papel de uno de esos héroes de teatro, preso entre el amor y el deber, y que no
puede respetar completamente el objeto de una pasión fatal. Mi caso es
corneliano, y eso parece que lo deja a usted profundamente indiferente. Voy a
ir más lejos: aquí, en este tribunal, donde soy juez, los papeles me parecen
invertidos. De una parte, no puedo dejar de estimarlo a usted a causa de su
dinero, y de otra parte, me siento infinitamente culpable de estimar a un
hombre que, como usted, siente tan poco la veneración debida al dinero. En
realidad, me siento infinitamente más culpable de lo que usted aparenta
sentirse culpable. Usted no reconoce sus errores, señor Ford, usted tiene en
sus resoluciones el orgullo de una conciencia endurecida y de un pecador sin
arrepentimiento. A creerle a usted, soy yo el equivocado, es decir, la ley, y
esa sociedad capitalista que represento y que es mi deber proteger aquí.
"No quiero
humillar inútilmente a un hombre tan rico como usted. Pero, en fin, señor Ford,
¿qué conoce usted acerca de las leyes de la más sana economía? Tenga por lo
menos la modestia de su ignorancia. Quizá ni siquiera ha oído usted hablar
jamás del señor Adam Smith. Voy a decirle pues quién era él. El señor Adam
Smith era un intelectual inglés, un profesor, señor Ford, y lie ha escrito un
libro admirable, del que le recomiendo la lectura y que se llama The Wealth of
Nations (La riqueza de las naciones). En ese libro el señor Adam Smith ha
definido perfectamente y para siempre las leyes una sana economía, que usted al
parecer ignora. Ahora bien, ara el señor Adam Smith el objeto, la finalidad
suprema de la economía política es acrecentar sin cesar la riqueza y el poder
que a la riqueza, y no hay que salir de ahí. El acrecentamiento de la riqueza,
no es otra cosa que la acumulación de las ganancias. En la definición clásica
el señor Adam Smith, que sabe lo que dice, guarda bien de hablar de los obreros
y de sus salarios o del teres de los consumidores, y de hacer todo el bien
posible, en das partes donde es posible, a todo el mundo posible. Todo ello son
ideas de poeta. Y el señor Ricardo, ¿ha oído usted alguna z hablar del señor
Ricardo? Los delincuentes que se nos envía hoy día tienen una bien pobre instrucción;
es una lástima. El señor Ricardo era un banquero de Londres, hizo un casamiento
ventajoso y escribió libros que hacen autoridad. Es necesario ver como habla
del salario de los obreros. En una sana economía, se deben reducir los salarios
lo más posible, como se reduce el precio de costo de los sombreros o de toda
otra mercancía. Y todo el resto es beneficio, es decir, ganancias, es decir,
dividendos, y todo está bien así.
"Piense,
señor Ford, que para todo inglés en su sano juicio la autoridad de los señores
Smith y Ricardo es tan sagrada como la peluca del alcalde de Londres. Y es
porque los ingleses han aplicado sin temor y sin piedad esas leyes de los
señores Smith y Ricardo, que la reina Victoria reinó sobre la nación más rica y
el imperio más próspero del mundo. ¿Cómo podrían ignorarse tales antecedentes y
quién es usted para atreverse a oponerse a todos ellos? ¿No tenéis temor de una
soledad así?
("Hasta un hombre como el señor
Carlos Marx, un intelectual alemán, reconoció el genio de los señores Smith y
Ricardo y la validez científica de su sistema. ¿Dije que la reconoció? Hizo de
ella la base de su propio sistema. Observe usted que no siento ningún afecto
por Carlos Marx, que vivió en Londres una vida y miserable y cuyas obras las
considero muy peligrosas para sociedad. Tengo hasta vergüenza de pronunciar su
nombre en este recinto. Porque era un revolucionario y pretendía que el sistema
capitalista de los señores Smith y Ricardo debía un día transformarse en
sentido contrario, como una larva se transforma en mariposa. También tenía sus idea3 de poeta, y
todo ese aspecto se lo dejo a usted. Pero, en suma, por muy revolucionario que
fuese, se reconocía discípulo y continuador de los señores Smith y Ricardo. Y
bien, señor Ford, siento aún más vergüenza por usted que por Marx, puesto que
usted no respeta siquiera a los maestros que él respetaba y parece que usted es
infinitamente más revolucionario que él.
"Voy a
precisar más mi intención. El señor Adam Smith, maestro de todos nosotros,
enunció la ley siguiente, que él sabía era científica, y que fue aceptada como
tal por los señores Ricardo y Marx: “Si usted eleva o baja los salarios y la
ganancia, usted eleva o baja al mismo tiempo los precios”. Espero que esa ley
es bastante clara para que usted la comprenda. Según la ortodoxia capitalista,
de la que el señor Adam Smith es el doctor indiscutido, sobre la cual está
fundada nuestra sociedad, y que yo represento aquí, no hay más que un solo
medio de bajar el precio de venta del producto: bajar al mismo tiempo los
salarios, o las ganancias, o las dos cosas a la vez. Como no se puede exigir
razonablemente de un capitalista, cuya finalidad es enriquecerse, que rebaje su
ganancia, si ese capitalista quiere, de una parte rebajar los precios para
sobrevivir dentro de la competencia del mercado, si quiere por otra parte
mantener y aumentar su ganancia, es llevado fatalmente y por una necesidad
científica a reducir los salarios, a reducirlos cada vez más hasta lo que se
llama el mínimo vital, porque es necesario igualmente que los obreros vivan y
se reproduzcan, para no agotar la fuente de esa mercancía que se llama trabajo.
Ese estado de cosas es lo que es. Reconozco que se reduce a decir que no se puede
enriquecer sino a expensas de los pobres. El señor Ricardo se felicita de ello.
El señor Carlos Marx lo deplora. Al menos todos reconocen la necesidad
científica de ese estado de cosas y que el mismo se halla en la base de nuestra
sociedad capitalista.
"Usted,
señor Ford, usted solo, con toda la intrepidez de los ignorantes, usted se
atreve a hollar la ley de Adam Smith. Usted pretende a un mismo tiempo rebajar
los precios, elevar los salarios, y lo hace. La consecuencia de la ley es que
usted debería estar arruinado. Nada de eso; usted aumenta, por el contrario,
sin cesar las ganancias. Usted trastorna todo el sistema capitalista, señor
Ford, usted lo trastorna de arriba abajo. Usted camina con la cabeza, y
pretende que puede enriquecerse, no empobreciendo a los pobres, sino
enriqueciéndolos. Usted camina con la cabeza, soy yo quien se lo dice, pero el
escándalo de los escándalos es que ello le reporta a usted éxito. Pero me dejo
arrebatar por mi indignación en lugar de explicarle las consecuencias de su
locura. Discúlpeme.
"Una
empresa, señor Ford, y en general toda organización económica y social, se
define por su finalidad. Si usted le cambia los fines, le cambia la naturaleza.
Ahora bien, usted cambia los fines de la empresa industrial y comercial, usted
le cambia, por lo tanto, la naturaleza. Su empresa no es más capitalista, al
menos según la tradición oficial definida por los señores Smith y Ricardo,
reconocida y estampillada por el señor Carlos Marx. Y si usted no es
capitalista, rico como usted es, quisiera saber qué es usted. Lo que le
reprocho más es embrollar todas mis ideas, y usted no tiene el derecho de
hacerlo.
"Usted ha
pronunciado una palabra infortunada, señor Ford, una palabra extremadamente
infortunada, para no decir perniciosa. Usted ha osado decir que, para usted, el
dinero no es sino un elemento como tantos otros en la cadena de producción, a
part in the conveyor line, como el carbón, o el mineral, o una de sus numerosas
máquinas. Pero en el sistema capitalista, la ganancia, es decir, el dinero, es
el fin supremo, yo iba a decir el ídolo. Pero por el contrario, los salarios y
los obreros no son sino un elemento en la cadena de producción, como el carbón
o el mineral. Y he aquí que usted invierte todo. Usted no considera sus
ganancias en un grado mayor que una reserva de carbón que le permite a usted
hacer marchar sus fábricas, sino que, por el contrario, considera usted el alza
de los salarios como uno de los fines esenciales de la industria.
"Haciendo
eso, usted va a una consecuencia social extrema y que considero altamente
revolucionaria. Usted modifica radicalmente la condición obrera. El sistema
capitalista ortodoxo cuida mucho de reducir y mantener al obrero en el mínimo
vital, en lo que el señor Carlos Marx llama justamente la condición proletaria.
Doblando los salarios de sus obreros, señor Ford, usted ha arruinado por la
base esa condición proletaria, usted socava por la base el sistema capitalista.
Usted da a sus obreros mucho más que un mínimo vital, usted les da un poder de compra
del que ellos disponen libremente, usted les da un derecho común en el mercado,
les confiere la dignidad de cliente y de consumidor, en tanto que hasta ahora
no estaban en el mercado sino a título de mercancía como otra de que se dispone
pero que no dispone por sí misma.
Resumo
y clasifico mi acusación:
1.
Usted
rebaja sistemáticamente el precio de venta del producto fabricado y eleva al
mismo tiempo los salarios de sus obreros.
2.
Usted
hace pasar el producto fabricado de la categoría de lujo a la categoría de
barato y de primera necesidad.
3.
Usted
hace pasar al obrero y su trabajo de la categoría de mercancía en el mercado a
la categoría de cliente y consumidor.
4.
Al
hacer esto usted hace pasar a los señores Smith y Ricardo por imbéciles; usted
va aún mucho más lejos: hace tambalear al señor Carlos Marx, cuya teoría
revolucionaria reposa en su totalidad sobre el hecho de que, en un régimen
capitalista, jamás, jamás el obrero puede elevarse por arriba del mínimo vital
y a la dignidad de cliente.
"No sonría,
señor Ford; usted debería sentir vergüenza. Usted es un herético, y el peor de
los heréticos. No solamente niega usted el dogma, el dogma capitalista según el
Evangelio de Adam Smith y de Ricardo, sino que arroja sobre él el ridículo,
pues estoy obligado a confesarlo, pese a todo ello: usted se enriquece mucho y
constantemente, lo cual es el fin supremo del capitalista; usted se enriquece
como sin quererlo y divirtiéndose, lo cual es el sueño del capitalista; usted
se enriquece, en tanto que debería arruinarse. Si no viviéramos en un siglo
ilustrado y que ha desterrado toda superstición, yo me preguntaría si no hay
alguna brujería en todo eso; y si usted no fuera tan rico, señor Ford, ¡qué
placer tendría yo en mandarlo a la cárcel!
Sépalo bien, según la ortodoxia capitalista
que yo represento aquí y en nombre de la cual he condenado a usted, su fortuna,
por muy grande que sea, está mal adquirida, pues usted la ha adquirido
enriqueciendo a los pobres en lugar de empobrecerlos más, y usted hace de ella
un uso ilegítimo pues pretende que ella aproveche a todos en lugar de guardarla
celosamente para usted mismo. Su fortuna no es legítima, puesto que usted viola
la ley del enriquecimiento; y lo dejo a usted con estas palabras irrefutables
que los generales austríacos dijeron a Napoleón, que los había vencido: «Todas
sus victorias son nulas, por cuanto ellas han sido obtenidas contra el
reglamento militar»".
La economía
política es un tema tan austero que el lector me perdonará por haberme
entretenido tanto tiempo en una situación divertida. Pero esa situación no es
divertida, como las situaciones en el teatro de Moliere, sino porque ella
oculta y revela a la vez una enorme superchería. En la línea de Adam Smith,
Ricardo y Carlos Marx, la economía política parece tan fabulosa y mitológica
como la alquimia medieval. El proceso Ford contra los hermanos Dodge tiene de
único el que desenmascara esa superchería. Es por ello que lo cómico aflora
allí constantemente. Ese proceso debería ser tan famoso en economía política como
el proceso de Sócrates en filosofía o el proceso de Galileo en astronomía.
Quizás el lector
me perdonará además si, antes de abandonar el tema de ese extraordinario
proceso de ortodoxia, dejo aún correr mis reflexiones bajo una forma imaginada.
Supongo ahora que el abogado de Henry Ford haya llevado fielmente su diario; he
aquí lo que habría podido escribir allí el 7 de febrero de 1919 a la noche:
"Hoy he
perdido un proceso. El más grande proceso de mi carrera de abogado. La apuesta
era de varias decenas de millones de dólares y el control de una de las más
grandes industrias de este país. Yo defendía al señor Henry Ford, de Detroit.
El juez ha pronunciado su sentencia contra nosotros. Seguramente, no me gusta
perder un proceso, sobre todo cuando los intereses comprometidos son tan
enormes. No obstante, no llego a definir los sentimientos que me agitan esta
noche. No experimento ninguna tristeza y no me siento seguramente con el estado
de ánimo de un vencido. En cuanto a mi cliente, él estaba radiante. Debo decir
que, en todo el transcurso del proceso, hizo todo lo que pudo para indisponer
al juez. Si hemos perdido, es culpa suya. Pero si mi cliente hubiese ganado, no
hubiese estado más feliz. Me acuerdo de estas palabras de Montaigne: «También
hay derrotas triunfantes que rivalizan con victorias». No se puede describir,
en menos palabras, lo que ha ocurrido hoy.
"Si los
historiadores se interesan algún día en este proceso, lidiarán que quizás ha
sido el proceso más extraordinario del siglo. Para mí, y que se me perdone, lo
encuentro más importante que el Tratado de Versalles, que va a ser firmado este
año, y más significativo para el espíritu, más revolucionario realmente en la
Revolución de octubre de 1917 en Rusia. Más allá de los litigantes, es la
sociedad misma la que estaba acusada y se defendía. Ella nos ha condenado, pero
tengo la certidumbre de que es ella, quien ha perdido finalmente el proceso y
de que nosotros lo hemos ganado. Es decir, que a partir de hoy la sociedad
americana debe reconocer que el capitalismo es un sistema económico, no
solamente perimido, sino absurdo, y que no le conviene más.
"Personalmente,
hace ya algún tiempo que yo preveía esta evolución (debería escribir esta
revolución). He leído a Henry Charles Carey, el gran economista americano, y
hallo que el señor Ford no ha hecho sino llevar al tribunal las ideas de Carey,
tal como las ha aplicado en la industria. He tratado en vano, lo reconozco, de
explicar al juez que América no era más una colonia inglesa, y que nos
resultaba muy ventajoso repudiar las ideas económicas inglesas, como nuestros
antepasados habían arrojado por la borda el derecho divino del rey de
Inglaterra y la tiranía del Parlamento. Hoy que la forma marxista de esa
escuela económica triunfa en Rusia, me parece que deberíamos ver mejor las
consecuencias fatales del capitalismo, y que América ha tenido la gran fortuna
de haber inventado una economía política original, que no tiene nada que ver
con el capitalismo o el marxismo, y que nada le debe. El juez no ha querido
entender nada.
"El juez
estaba particularmente indignado por el menosprecio que el señor Ford muestra
por el dinero. Su conciencia capitalista sentía remordimientos por esa actitud.
Pero Henry Charles Carey no hablaba del dinero de manera distinta que Henry
Ford. Es Carey quien escribió que «el dinero es para la sociedad lo que el
combustible es para una locomotora, lo que el alimento es para un organismo
humano —la causa del movimiento, del cual resulta la energía». Y no otra cosa.
Esas palabras me parecen profundas y muy americanas. El señor Ford tiene
exactamente la misma idea acerca del dinero. Se trata evidentemente de una idea
esencialmente anticapitalista, pero ¿por qué no, si ella es verdadera? El juez
ha reprochado mucho aj) señor Ford el hacer pasar a Adam Smith, Ricardo y
Carlos Marx por imbéciles, pero la idea no se le ha ocurrido sino en el terreno
de la economía política; tal vez son imbéciles, y sean el señor Ford y su
maestro Carey quienes tengan razón y tengan genio.
"Lo que he
comprendido bien es que el señor Ford, que es seco como un sarmiento, siente
por el capitalismo el mismo desprecio que siente por las gentes que tienen la
desgracia de ser obesas.
Para él, acumular dinero por el placer
de disfrutar de él es tan estúpido como acumular alimentos por el placer de
comer siempre más. En todas las cosas es necesario un límite. Los médicos no
prohíben comer, pero no incitan tampoco a la obesidad. E evidente para mí que
esa manera de ver es perfectamente justa Me acuerdo haber leído, en la obra de
un economista francés del siglo XVII, Bois-Guillebert, el precepto de que era
necesario «rechazar el dinero dentro de sus límites naturales». Es lo que Carey
recomienda y que el señor Ford ha hecho muy bien. Para ellos, resulta evidente
que el dinero no es sino un medio y un servicio público el verdadero fin de la
empresa. Es eso lo que no se les perdona, de igual modo que los obesos por
sobre-alimentación aborrecen a las gentes delgadas, que tienen bastante control
sobre sí mismas para mantenerse con salud y en buenas condiciones físicas.
"En suma,
este proceso, aunque perdido para nosotros, me ha parecido muy excitante para
el espíritu y memorable. Es verdaderamente el proceso del capitalismo,
comenzado por América este proceso no acabará allí. América emprende este
proceso de una manera mucho más radical de lo que lo ha hecho Marx. Ella
rechaza como falsas las leyes pretendidamente científicas de la economía
capitalista; hace mucho más que rechazarlas; ella establece la prueba, por los
hechos y en la realidad, de que esas leyes son falsas. Resulta evidentemente
escandaloso, tanto para un marxista que acepta esas leyes a ojos cerrados como
para un capitalista ortodoxo, como nuestro juez, que las venera.
"Dormiré
bien esta noche. ¿Puede acaso tocarle a un abogado una suerte más bella que la
de haber tenido el honor, una vez en su vida, de litigar en un proceso de
ortodoxia, en el que aquel que pierde está seguro de haber finalmente
ganado?"
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