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LOS PRINCIPIOS GENERALES DE ASTROLOGÍA
Aleister Crowley y Evangeline Adams
La Iglesia cristiana intentó la misma obra, y si la religión ortodoxa se rompe es porque la Iglesia se empeñó en una interpretación literal de su misterio, restringiendo a un tiempo y lugar una tragedia tan universal como el cosmos.
Porque cada uno de nosotros es la figura central de un drama divino y humano. Cada uno de nosotros ha revestido un esplendor inmortal con un velo de carne, se ha condenado a sí mismo a sufrir y a morir para resucitar y subir al cielo con alegría y majestad cada vez mayores. Es difícil para nosotros comprender por qué esta fórmula debe cumplirse, por qué la naturaleza de las cosas es tal que lo incorruptible debe alimentarse de la corrupción, lo inmortal envolverse en el velo de la mortalidad. Sólo cuando alcanzamos conscientemente el disfrute de la vida como sacramento, sólo cuando se entiende el universo como una vasta réplica de nuestra propia naturaleza, aceptamos la cruz y saludamos a la muerte como culminación y premio de la vida.
Para el Sol es preeminentemente Señor de la Vida y de la Muerte. De su ojo resplandeciente irradia la gloria de la vida; luego de su aljaba saca una flecha con punta de oro y emplumada de águila; él tira la cuerda de su arco de marfil a su hombro; vibra, y la vida brota de las venas de la víctima. Espeluznante es él y glorioso en su carroza, y los caballos de la Eternidad galopan por las galaxias; a derecha e izquierda dispara, y nunca pierde su objetivo. Todo lo ha dado, y todo lo quitará, para que sea perfecto.
Es orgulloso y derrochador, pero su riqueza no tiene límite; audaz y libre, un amante pródigo, pero su corazón es suficientemente grande para todos. Es el heredero y vice-regente del Altísimo y Santo que se esconde tras su intolerable fulgor. Si nuestros ojos pudieran traspasar las puertas de fuego del cielo, podríamos contemplar una forma más vasta y asombrosa. El Sol tampoco debería surgir sin que meditemos en Aquel cuyo representante en la materia es, ni alcanzar el cenit sin nuestro estremecimiento de éxtasis en su triunfo. Al atardecer hagamos una pausa y participemos del gran y sombrío misterio de su crucifixión, e incluso a medianoche invoquemos en nuestro silencio a ese ser descendido a las tinieblas, que es el heraldo de nuestra resurrección y ascensión. Así también en el curso del Sol en el año, estudiemos las extrañas fiestas de Egipto y de Caldea, de México, Perú, India, Persia, Tíbet, Grecia, Siria, Escandinavia y Nínive y Babilonia de la antigüedad. Rastreemos su supervivencia en los ayunos y fiestas de nuestros días, y así entendiendo lo que hacemos, practiquémoslos con celo e inteligencia.
De esta manera, no sólo armonizaremos y perfeccionaremos nuestras naturalezas, sino que las estremeceremos con éxtasis de iluminación. Perderemos la mezquina conciencia personal que es la causa de nuestro egoísmo, y por tanto de todas nuestras miserias y temores, de toda nuestra crueldad y nuestra injusticia; recobraremos la conciencia cósmica; seremos una vez más uno con todas las cosas, y el universo aparecerá en su gloria inmaculada, libre del velo de horror y oscuridad que nuestra propia luz imperfecta parecía arrojar sobre su santo y adorable esplendor. La oscuridad es un fenómeno infinitamente raro en el universo. Sólo en el lado de un planeta que se aparta de su sol existe incluso una oscuridad parcial, ¡y cómo eso es recompensado por el aspecto de la innumerable hueste del cielo! Sólo cuando las nubes surgen de la Tierra se oculta esa luz. No es el Sol el que se oscurece; el velo está atado sobre nuestros propios ojos. A nosotros nos corresponde elevarnos hacia el Sol, más allá del banco de nubes, y disfrutar de su gloria. Si no podemos hacer eso, sigue siendo culpa nuestra; es la aspereza de nuestros cuerpos, la atracción de la Tierra. "No fijéis vuestros afectos en las cosas de la tierra", sino "Buscad primeramente el reino de Dios, y todas estas cosas os serán añadidas".
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