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METAFÍSICA DEL NACIMIENTO
por Ibn Asad
El nacimiento
rompe la armonía vital del recién nacido y esa “armonía” no expresa algo en
sentido figurado, sino que efectivamente existe una armonía sonora, vibratoria,
musical. Esa experiencia límite suele profanarse también por parte de médicos,
enfermeras, padres, familiares… que acostumbran a estar de cháchara alrededor
de la madre en el momento de parto. ¿Es difícil de creer que las primeras
palabras exteriores que un gran porcentaje de recién nacidos escuchan sean
nerviosos comandos gritados del estilo de “¡Empuja!”, “¡Vamos!” o “¡Respira!”?
El respeto y el silencio son palabras sinónimas. Ante lo sagrado uno guarda
silencio. Poco importa que sea ante una catedral europea, una mezquita persa o
un santuario budista del sureste asiático, no es necesario pedir silencio… ¿Por
qué ante una madre pariendo a veces en necesario?
Ese silencio que
une dos modos de una misma vida, sólo debería ser roto por el propio recién
nacido. El grito. El llanto. Después de la primera bocanada de aire, nuestra
primera comunicación es una queja, una reclamación, un poema sobre el dolor.
Parece inevitable que así sea: nacer ensordece, respirar quema, existir duele.
Ante lo desagradable de nacer, es comprensible reaccionar con el llanto más
estremecedor que unos pulmones vírgenes son capaces de producir. El recién
nacido nace; el recién nacido llora. Y no dejará de llorar hasta que armonice
su voz con la voz materna que lo protegía en el interior intrauterino. Por eso,
el contacto madre-recién nacido no debería romperse en las primeras horas de
vida. No es sólo que la madre necesite estar con su hijo; es que el hijo
necesita escuchar a su madre. Necesita su voz. En rupturas de esta comunicación
inmediatamente posteriores al parto, está la causa de múltiples trastornos de
la audición, mudeces, tartamudeces y otros problemas en el habla.
Tacto: La piel es el órgano sensitivo que se
extiende por toda la superficie del cuerpo, por lo tanto, tras el oído (sentido
primordial por antonomasia y así registrado por todas las tradiciones), es el
siguiente en aparición en la manifestación de la vida. Así es también en el
mundo intrauterino, donde el feto está en contacto táctil constante con el
líquido amniótico, con la vérnix caseosa, con la placenta, con el cordón
umbilical y con todo su entorno prenatal. Este amable contacto táctil se
modifica en las últimas semanas con las contracciones uterinas que preparan al
niño para lo que va a ser su prueba de fuego: el nacimiento. Tras pasar por las
paredes vaginales, la piel del recién nacido entra en contacto con el aire,
pierde la referencia táctil del interior materno y siente –por primera vez en
su vida- la extraña y nueva condición de la intemperie.
Ahora imaginemos
esto: a la ya de por sí denterosa y desagradable nueva condición táctil del
recién nacido, la obstetricia moderna acostumbra a poner la piel del niño en
contacto con tejidos sintéticos (toallas…), plásticos (guantes de polisopreno y
látex), y metales. El contacto de la piel del recién nacido con todo tipo de
metales es algo que no tenemos inconveniente en desaconsejar con convencida
determinación. En muchos hospitales europeos y americanos, una de las primeras
cosas que los médicos obstetras hacían con el recién nacido era ponerlo en el
plato metálico de una báscula. Esta aberración ni se advierte por parte de un
personal interesado en medir, pesar y registrar las medidas de un ser humano
que no tiene ningún interés en ser medido, ni pesado, ni registrado en términos
cuantitativos. Lo único que necesita la piel de un recién nacido es el contacto
con otra piel, a ser posible, la de su madre.
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