viernes, 26 de abril de 2019

METAFÍSICA DEL NACIMIENTO V

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METAFÍSICA DEL NACIMIENTO
por Ibn Asad
El nacimiento rompe la armonía vital del recién nacido y esa “armonía” no expresa algo en sentido figurado, sino que efectivamente existe una armonía sonora, vibratoria, musical. Esa experiencia límite suele profanarse también por parte de médicos, enfermeras, padres, familiares… que acostumbran a estar de cháchara alrededor de la madre en el momento de parto. ¿Es difícil de creer que las primeras palabras exteriores que un gran porcentaje de recién nacidos escuchan sean nerviosos comandos gritados del estilo de “¡Empuja!”, “¡Vamos!” o “¡Respira!”? El respeto y el silencio son palabras sinónimas. Ante lo sagrado uno guarda silencio. Poco importa que sea ante una catedral europea, una mezquita persa o un santuario budista del sureste asiático, no es necesario pedir silencio… ¿Por qué ante una madre pariendo a veces en necesario?
Ese silencio que une dos modos de una misma vida, sólo debería ser roto por el propio recién nacido. El grito. El llanto. Después de la primera bocanada de aire, nuestra primera comunicación es una queja, una reclamación, un poema sobre el dolor. Parece inevitable que así sea: nacer ensordece, respirar quema, existir duele. Ante lo desagradable de nacer, es comprensible reaccionar con el llanto más estremecedor que unos pulmones vírgenes son capaces de producir. El recién nacido nace; el recién nacido llora. Y no dejará de llorar hasta que armonice su voz con la voz materna que lo protegía en el interior intrauterino. Por eso, el contacto madre-recién nacido no debería romperse en las primeras horas de vida. No es sólo que la madre necesite estar con su hijo; es que el hijo necesita escuchar a su madre. Necesita su voz. En rupturas de esta comunicación inmediatamente posteriores al parto, está la causa de múltiples trastornos de la audición, mudeces, tartamudeces y otros problemas en el habla.

Tacto: La piel es el órgano sensitivo que se extiende por toda la superficie del cuerpo, por lo tanto, tras el oído (sentido primordial por antonomasia y así registrado por todas las tradiciones), es el siguiente en aparición en la manifestación de la vida. Así es también en el mundo intrauterino, donde el feto está en contacto táctil constante con el líquido amniótico, con la vérnix caseosa, con la placenta, con el cordón umbilical y con todo su entorno prenatal. Este amable contacto táctil se modifica en las últimas semanas con las contracciones uterinas que preparan al niño para lo que va a ser su prueba de fuego: el nacimiento. Tras pasar por las paredes vaginales, la piel del recién nacido entra en contacto con el aire, pierde la referencia táctil del interior materno y siente –por primera vez en su vida- la extraña y nueva condición de la intemperie.
Ahora imaginemos esto: a la ya de por sí denterosa y desagradable nueva condición táctil del recién nacido, la obstetricia moderna acostumbra a poner la piel del niño en contacto con tejidos sintéticos (toallas…), plásticos (guantes de polisopreno y látex), y metales. El contacto de la piel del recién nacido con todo tipo de metales es algo que no tenemos inconveniente en desaconsejar con convencida determinación. En muchos hospitales europeos y americanos, una de las primeras cosas que los médicos obstetras hacían con el recién nacido era ponerlo en el plato metálico de una báscula. Esta aberración ni se advierte por parte de un personal interesado en medir, pesar y registrar las medidas de un ser humano que no tiene ningún interés en ser medido, ni pesado, ni registrado en términos cuantitativos. Lo único que necesita la piel de un recién nacido es el contacto con otra piel, a ser posible, la de su madre.

 
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