domingo, 28 de abril de 2019

METAFÍSICA DEL NACIMIENTO VI

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METAFÍSICA DEL NACIMIENTO
por Ibn Asad

Vista: Otro prejuicio generalizado sobre la vida in utero no sólo popular sino también establecido en profesionales de la obstetricia, es que la persona intrauterina está ciega y no ve nada al nacer porque tiene los ojos semicerrados o cerrados. Es falso. De nuevo, el niño no sólo ve sino que ve más y mejor que cualquiera de nosotros. Tal es su “clarividencia”, que puede ver (¡y de qué manera!) sin enfocar, sin fijar y con los párpados cerrados. En embriología el sentido de la visión se forma a partir de la cuarta semana de gestación. Como con el oído, su estructura sutil está en funcionamiento aún antes.
Si nos fijamos en el tránsito respiratorio, el auditivo… que supone el nacimiento, comprobamos que no es tan abrupto: el nacimiento natural sigue unos tiempos que cuidan y preparan al niño para los diferentes cambios orgánicos. Somos nosotros, humanos, y nuestra ignorancia los que nos hemos esforzado en hacer del nacimiento algo violento, tortuoso, y traumático para un recién nacido en el que nadie piensa verdaderamente. ¿Qué piensa el niño de todo esto?
Por ejemplo: la luz. En las salas de parto modernas nos encontramos con luces alógenas, fluorescentes, lámparas cialíticas y proyectores de luz que facilitan el trabajo del médico. Este equipamiento ayuda mucho al obstetra… ¿Pero alguien se ha preguntado qué opinión tiene el recién nacido sobre pasar en un segundo de la tiniebla del vientre materno a ser abrasado por un cañón de luz artificial de gran potencia voltaica? Algunos dirán: “Él no opina; él no ve.” Pero el gesto de horror y las manitas llevadas instintivamente a la cabeza, indican otra cosa.
Si observamos el reino animal, nos damos cuenta enseguida que la gran mayoría de hembras mamíferas se ponen de parto bien al atardecer o bien en plena noche. La naturaleza busca la noche para parir. De la misma forma, los lugares que la hembra elige para dar a luz (fíjense: dar a luz) son oscuros y resguardados. Este sabio instinto se va perdiendo en los animales domésticos de granja, y desaparece completamente en la mujer, que pare en hospitales iluminados artificialmente de tal forma que no importa qué hora sea. De hecho una de las preguntas más habituales que hace la madre moderna después de un largo parto es: “¿Qué hora es? ¿Es de día o de noche?”, pues en los hospitales modernos es muy fácil perder la orientación temporal y no saber la hora. No obstante, nuestro organismo sufre las consecuencias de nacer sobre potentes focos de luz artificial. Si nos preguntaran qué iluminación sería la apropiada para un nacimiento no traumático, responderíamos que una no superior en intensidad al plenilunio. Por supuesto, esto resulta intolerable para la medicina moderna y comprendemos que así sea. Y aun irritando a cualquier médico, sin embargo así es: la naturaleza dicta nacer en penumbra.

Gusto: A propósito del tacto, ya se señaló la inevitable violencia que sufre el recién nacido cuando siente el aire, el peso y la intemperie de manera abrupta. Es por ello que en las últimas décadas la medicina obstétrica moderna ha desarrollado técnicas de parto en el agua que, a priori y sin haberlas estudiado en profundidad, parecen interesantes. El agua es el elemento preponderante en la vida intrauterina. Cuando el niño nace, la madre expulsa también todos los fluidos que hicieron la gestación posible. Al observar el mundo animal, comprobamos que toda madre lava a sus hijos tras estos nacer. Más aún: la gran mayoría de los mamíferos hembra comen las expulsiones del parto, especialmente la placenta. Si alguien ha presenciado el parto de una gata o de una perra, comprobará que a los pocos minutos de dar a luz, en la zona no queda ni rastro del parto. Después de limpiar el área, la madre lame a sus cachorros durante varios minutos (¡en ocasiones horas!) hasta que estos quedan sin rastro de grasa, sangre o humores. ¿Deberíamos exigir este pulcro comportamiento a las madres humanas? ¡Claro que no! Este instinto está sublimado en el ser humano a través del baño que el recién nacido recibe tras nacer y que, a ser posible, sería conveniente que lo diera la madre, con sus propias manos, y con agua (no clorada) a una temperatura próxima a la corporal.

 
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