Henry Ford
II por Jaime Chica Londoño
América acababa
de adquirir su independencia industrial respecto de Europa, pero era tributaria
del mismo sistema capitalista, definido por Adam Smith, Ricardo y Malthus,
aceptado como un postulado por Marx y al mismo tiempo denunciado por él. Ese
sistema era un sistema en el que el dinero era rey, él solo hacía allí la ley,
dominaba el mercado y la condición obrera. En Europa el movimiento de
emancipación social iba a ser interrumpido, traicionado y quebrado por la
guerra, falseado en seguida profundamente por la Revolución de octubre de 1917.
En América, la condición obrera era, si es posible, aún más lamentable. La
organización sindical, violentamente combatida por la parte patronal, sin
defensa ante las leyes, no lograba formularse, menos aún formarse y unificarse.
La inmigración masiva de los últimos años había volcado sobre el continente una
mano de obra miserable, iletrada, a merced de las peores explotaciones, toda dispuesta
a convertirse en ese proletariado descrito por Marx y "que no tiene nada
que perder más que sus cadenas".
La dificultad
para juzgar a Henry Ford se debe a que, en su país al menos, la mejor parte de
sus métodos ha sido tan universalmente adoptada, que ya no se ve más su potente
originalidad y su extraordinario beneficio. Se ha mantenido una enojosa
tenencia a no acordarse más que de las extravagancias y de la dureza del
hombre, particularmente evidentes en los últimos años de su vida. Pero en 1912
Henry Ford iba a tener cincuenta años, no bacía sino muy poco tiempo que se
hallaba a la cabeza de fábricas, de las que un escritor irlandés escribía:
"Cuando estudiáis la Compañía Ford, tenéis delante vuestro un gran Estado,
perfecto en todas sus partes, lo que ha aproximado de más cerca para siempre ir
la Utopía a la faz de la tierra". Que haya podido hablarse así prueba
hasta qué punto la empresa de Henry Ford pareció revolucionaria a sus
contemporáneos.
Henry Ford nació
en 1863, cerca de Detroit, en la granja de su padre. Su padre era en efecto un
campesino emigrado y tenía la intención de que el hijo mayor de la familia se
convirtiese a su turno en campesino. En realidad, Henry Ford no abandonó
definitivamente el trabajo de la tierra para convertirse en mecánico lino en
1891, a la edad de veintiocho años. Conservó siempre de sus orígenes rurales un
ascetismo puritano, un gusto pronunciado por la naturaleza y la soledad, por
los árboles y por los pájaros, una determinación completamente revolucionaria
de aligerar un día el peso los trabajos y la suerte de los campesinos. Lo hizo más
ningún otro en el mundo.
Pero por vocación profunda no le gustaba otra cosa
que la mecánica. La fuerza de su genio, pues tuvo genio, fue una afinidad
prodigiosa con las máquinas, no importa cuál máquina fuese, desde las ruedas de
un reloj hasta una locomotora. Más tarde dirá del tiempo de su infancia:
"Entonces, como hoy, mis juguetes eran herramientas". Y luego:
"Las máquinas son para el mecánico los libros son para el escritor. Éste
saca de ellos ideas, y si tiene algo de cerebro, aplicará esas ideas".
Henry Ford había nacido mecánico, no será nunca más que un mecánico, un
inventor de mecánica. Ésa fue su fuerza y su límite. El trastorno social juzgado
necesario por Edison, la emancipación social de los obreros de los campesinos
soñada por Marx: he ahí en lo que pensaba Henry Ford también constantemente. Él
creía que la máquina y e1 desarrollo mecánico podían, si no alcanzar, por lo
menos hacer posibles ese trastorno y esa emancipación. Hoy día parece de tal
(nodo evidente que todos los países del mundo busquen industrializarse, que el
prestigio que tiene Rusia sobre las naciones atrasadas proviene menos de su
marxismo que de sus realizaciones industriales, y que no se concibe más una
independencia nacional real sin industrialización. Pero en
1888, cuando Henry Ford declaraba a su joven esposa deslumbrada que iba a
construir un carruaje sin caballos, a horseless carriage, que por lo demás el
caballo estaba definitivamente perimido, y que, de allí a algunos años, la
Quinta Avenida de Nueva York estaría atestada de esos vehículos sin caballos,
entonces era menos evidente. Cosa curiosa, Henry Ford había detestado siempre a
los caballos y, según parece, los caballos le retribuían la antipatía.
En una empresa
enteramente nueva, hay mucha distancia de la primera intuición a la
realización. Es en la noche de Navidad de 1893 que, en la cocina de su
departamento en Detroit y con ayuda de su esposa, Henry Ford experimentó con
éxito su primer motor a explosión interna. En 1896 construyó su primer
cuadriciclo a motor. En 1903 vendió recién su primer coche. Tenía entonces
cuarenta años. Y no es sino diez años más tarde, con el modelo T, la expansión
de las fábricas, la racionalización de la producción y de la distribución, con
la famosa jornada de cinco dólares por ocho horas de trabajo, que Henry Ford
realizó lo que siempre había tenido en el espíritu y que alcanzó al mismo
tiempo la fortuna y la gloria. Hasta entonces, y salvo su esposa, nadie había
creído verdaderamente en su genio. Se cuenta que, cuando construyó su primer
vehículo automóvil, y, orgullosamente, fue a ver a su padre en la granja, éste
le dio una mala acogida. El viejo campesino pensaba seguramente que un muchacho
de treinta y tres años, cargado de familia, y que dejaba atrasar tres meses las
cuentas de su proveedor de comestibles antes de pagarlas, debía hacer algo
mejor que entretenerse con artefactos mecánicos, en los que gastaba todo su
tiempo y todo su dinero.
Más tarde, cuando
Henry Ford buscó accionistas para su nueva Compañía y se asoció con un comerciante de carbón, llamado
Malcomson, le costó bastante trabajo inspirar confianza. Los dos excelentes
historiadores de la Ford Motor Company, Alian Nevins y Frank E. Hill, anotan:
"Lo que la gente sabía bien era tan sólo que Malcomson era un gran
impulsor del salto acrobático en natación, que Ford tenía ya detrás de sí un
primer fracaso en los negocios y que se había retirado de una segunda aventura,
y que la fabricación de automóviles parecía ya peligrosamente
superpoblada". Ford encontró, en todo y por todo, 28.000 dólares de dinero
líquido. En lo sucesivo, no tendrá jamás ni una moneda más dada desde afuera
para aumentar ese primer capital. No obstante, durante varias semanas la nueva
Compañía bordeó la bancarrota: del 7 al 11 de julio de 1903 no tuvo más que 223
dólares con 65 centavos en bancos, mientras que las facturas llegaban y aquélla
no había vendido todavía un solo automóvil. Finalmente el primer coche Ford fue
vendido el 15 de julio a un médico de Chicago, el doctor E. Pfennig. De allí
todo fue cuesta arriba. El 20 de la compañía tenía más de 23.000 dólares en
bancos. Diez años después, el 1 de marzo de 1913, tenía ya pagado a sus
accionistas más de quince millones de dólares en dividendos, y sus propiedades
estaban valuadas en más de veintidós millones.
No menciono
todos estos detalles solamente porque conciernen a la historia del más grande
capitán de la industria americana y para mostrar que su vida no fue muy fácil,
después de todo. Hay una significación más importante: en el momento mismo en
que Ford_ enriquecía a sus accionistas, su vida de jefe de empresa no era sino
una larga y áspera querella con ellos. Existe entre la gente que no considera,
en una empresa dada, más que el dinero que ésta puede rendirles, una torpeza
particular y una credulidad monumental. Los accionistas de Ford recibían cada
mes los dividendos como un maná del cielo, rehusándose obstinadamente a considerar
de dónde les venía ese maná. En el momento mismo en que Ford los enriquecía,
las bancarrotas se multiplicaban en la industria automotriz americana. Los
accionistas de Ford hubieran podido decirse que las ideas y los métodos de Ford
eran superiores a los de los otros industriales y que su maná mensual era quizá
simplemente el efecto de esa causa. Ese razonamiento sencillo jamás se lo
hicieron. Hasta el final, hasta que Ford los hubo eliminado completamente, los
accionistas de Ford no quisieron ni comprender ni admitir la idea enteramente
nueva que Ford se hacía de la industria en general y de la industria automotriz
en particular. Conozco pocas ilustraciones tan precisas de la famosa fábula de
la gallina de los huevos de oro.
Puede parecer
absurdo, y hasta desagradable, utilizar ciertas palabras en el dominio
industrial; no obstante, se está obligado a decir que, mientras que los
accionistas de Ford tenían de la Compañía Ford una idea esencialmente
mercantil, el mismo Ford tenia de ella una idea esencialmente apostólica y
misionera. Y esa Idea de Ford comenzaba a demostrar su verdad por su éxito.
Ford tomó realmente por una especie de San Pablo, encargado
del cuidado y de la solicitud, no de todas las Iglesias, sino sin embargo de
todas las partes del mundo, enviando en todas las y a todos los pueblos de la
tierra, no ya Epístolas, sino automóviles, camiones, tractores, motores,
llevando así a todas las razas, no un mensaje de esperanza sobrenatural, sino
una promesa de progreso y de liberación. Henry Ford se consideraba y era el
profeta del motor, el apóstol del motor, el testigo y el mártir del motor: una
convicción tal de su parte, y sobre todo la intensa calidad de esa convicción,
hería, chocaba, trastornaba los hábitos mercantilistas del mundo capitalista.
En efecto, según la tradición burguesa mejor establecida, las más venerada,
absolutamente sacrosanta, bien pueden tolerarse, como curiosos fenómenos de la
civilización, los profetas y los apóstoles, pero nunca, en ningún momento,
jamás de los jamases, se los debe introducir en un Consejo de Administración.
Ahora bien,
Henry Ford no solamente formaba parte del Consejo de Administración de la
Compañía, sino que era la cabeza administrativa de ésta, del mismo modo que era
el jefe y el organizador de las fábricas de la Compañía. Tenía la intención de
hacer de su Compañía un instrumento dócil a su profetismo: era fatal que no
fuese comprendido, era fatal que tuviese conflictos. Cualquiera que sea la
resonancia y el éxito de su mensaje, los profetas viven y mueren solos. En el
aislamiento y el absolutismo de los últimos años, que hicieron cometer a Henry
Ford tantas torpezas, no es cuestión solamente de mal carácter y de orgullo;
entra en ello la certidumbre de haber visto siempre lo que los demás no veían,
lo que se habían rehusado a ver, el sentimiento de haber tenido tanto tiempo,
contra todos y él solo, la razón.
Estoy bien
seguro aquí de que no transformo ni exagero el pensamiento de Henry Ford. En su
libro My Philosophy Of Industry, tituló el primer capítulo sencillamente:
"Un nuevo Mesías, la Máquina", y resulta bien evidente que él se
consideraba el profeta de ese nuevo Mesías. Para describir la renovación que
ese mesías aporta, Ford utiliza el lenguaje mismo del Apocalipsis: cielos
nuevos, tierra nueva. Toda la vida de Henry Ford se explica por esto: la
paciencia, la obstinación, el empecinamiento de los largos y difíciles años del
comienzo, dedicados, los demás pensaban malgastados, en azarosas experiencias
mecánicas; la pobreza indefinida no tenida en cuenta para nada con tal de que
un día el motor marchara. La inmensa fortuna del final, tampoco tenida en
cuenta para nada, con tal de que las fábricas marcharan y produjesen. Cuando
era archimillonario, y archimillonario en dólares, un periodista le preguntó
solemnemente: "Señor Ford, ¿cuánto vale usted?" Él respondió:
"No lo sé, y por lo demás me importa un bledo". Uno se condena a no
comprender nada de la personalidad de Henry Ford si no se cree que en ese
momento decía la verdad desnuda.
Diré cuál es el
lugar del dinero en la jerarquía de los valores, según Henry Ford. Ese lugar se
hallaba en lo más bajo. Lo que más contaba para él era el trabajo del hombre, y
el trabajo dentro de su poder creador. Veía en él la alegría y el objeto de la
vida. No se trabaja para ganarse la vida; el trabajo es la vida misma:
"Quienes reflexionan saben que el trabajo es la salvación de la raza,
desde todos los puntos de vista, moral, físico o social. No trabajamos
solamente para vivir; el trabajo es la vicia". Como buen puritano, Ford
era esencialmente un buen moralista; como buen puritano además, reducía toda la
moralidad a la práctica de una sola virtud: el trabajo. Como el mártir es la
más alta expresión de la fe del creyente, para Henry Ford la industria tenía
algo de sagrado y de altamente honorable, porque ella es la más perfecta
expresión del trabajo y de la producción del hombre. Como buen puritano
siempre, Henry Ford no se interesaba en el arte.
Ford vio, sin
embargo, y lo vio tan profundamente como Marx, que ciertas condiciones de
trabajo pueden degradar al hombre, en lugar de ennoblecerlo. Uno se acuerda de
la famosa fórmula de Marx sobre "la degradante división del trabajo en
trabajo intelectual y trabajo manual". Si dio en conocerla, imagino que
esa fórmula no tenía gran sentido para Ford. Desde hacía mucho tiempo, había
resuelto en sí mismo la contradicción. Ford era esencialmente un trabajador
manual; había comenzado como campesino, en seguida había sido obrero, siguió
siendo siempre un mecánico, pero al mismo tiempo había sido siempre un nombre
de reflexión, un pensador si se quiere, ¿por qué? Pretendía aunque su
experiencia manual y su afinidad prodigiosa con las herramientas y la materia a
transformar le daban más inteligencia de la que los libros dan a quienes hacen
profesión de ser intelectuales. En el concepto de Ford, el trabajo manual es
considerado —con el mismo título, pero diferentemente, que la intuición
intelectual o artística— un medio directo de lograr lo que Simone Weil ha
llamado soberbiamente "el pacto original del espíritu ton el universo".
Pero Ford era un
apóstol. No le bastaba haber resuelto un problema para él; quería aportar la solución
al mundo entero. Si se analiza de cerca lo que fue el descubrimiento original
de Ford, el mismo contiene enteramente una visión aguda y extremadamente
práctica del papel universal de la mecánica (engineering) en la emancipación
social. Ya Aristóteles había previsto que el desarrollo de la mecánica
permitiría abolir un día la esclavitud. Es decir, que los hombres, en lugar de
tener a otros hombres como esclavos, no tendrían más que "esclavos
mecánicos". Henry Ford realizó esa profecía de Aristóteles, y ello muy
conscientemente. Es ahí donde es grande, es ahí donde él es infinitamente más
revolucionario que Marx, que no era sino un intelectual. Por lo demás, Rusia lo
ha comprendido bien, pues que envió a sus ingenieros a que se formaran en las
fábricas Ford y pidió ingenieros Rodd para Rusia. Mil veces en su vida, y desde
su juventud, Henry Ford se explicó lo más claramente del mundo acerca de ese
tema de la emancipación social aportada por el progreso mecánico: "No ya
más el hombre sino la máquina va a ser en adelante la bestia de carga". Y
además: "Es necesario quitar el fardo de trabajo y de fatiga que pesa
abrumadoramente sobre la carne y la sangre y hacerlo recaer sobre el acero y el
motor".
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