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METAFÍSICA DEL NACIMIENTO - FINAL
por Ibn Asad
Pero incluso la
inteligencia natural deja sus huellas en los instintos sublimados del ser
humano. Si bien no existe ni una sola madre humana que limpie a lametazos a su
hijo recién nacido, tampoco se encontrará a una sola madre que no bese a su
niño después de nacer. Toda madre besa a su hijo tras el parto, y el “beso
materno” tiene una dimensión que trasciende lo higiénico, lo instintivo, o
incluso lo afectivo. El “beso materno” es, sobre todo esto, parte del verdadero
nacimiento: el espiritual.
El animal hembra
lame, la mujer madre besa… y en esencia, están haciendo lo mismo: limpiar a su
hijo y prepararlo para un nuevo modo de vida. La bioquímica moderna reconoce
que en la saliva se encuentran sustancias desinfectantes y cicatrizantes como
la histatina y la lisozima. Y aun siendo todo esto cierto, el beso de la madre
no se queda en el dominio bioquímico; son trasmisiones sutiles las que
proporciona el beso materno, vitales para el desarrollo humano. Esta relación
bucal se completa recíprocamente con la primera mamada del pecho. Al igual que
con la boca, por la mama la madre transmite a su hijo nutrientes no sólo
físicos (leche, y con ella enzimas, hormonas, etc.) sino también nutrientes
anímicos que aunque la ciencia moderna es incapaz de identificarlos, son al
menos tan importantes como aquellos. Gran número de desórdenes psicológicos y
afectivos en adultos, vienen de la contaminación de este comportamiento
natural: la madre toca, besa, da de mamar… a su hijo. Estoy convencido de que
si se permitiera a todas las madres actuar en el parto según su inteligencia
natural (tocar, besar, lamer, bañar… a su hijo), sería más difícil de encontrar
en nuestras sociedades a psicópatas, mentirosos, racistas, violentos, sádicos y
demás gente que, visto de esta forma, sólo merecerían compasión y lástima. Un
niño besado por su madre en las primeras horas de vida, tendrá más
posibilidades de vivir feliz que otro que no fue naturalmente tratado.
Olfato: En el ayurveda indio así como en el
hermetismo mediterráneo, en el samkhya drávida, en la medicina tradicional
china… el olfato es el sentido relacionado con la tierra y, por lo tanto, con
la misma corporeidad, con el aspecto más tosco y material de la manifestación.
En el terreno endocrinológico, el nacimiento es una auténtica orgía de
secreción hormonal por parte de la madre y del niño. Y tras esta loca fiesta
alquímica de la vida, el niño nace con un aroma inconfundible. Pueden
encontrarse incluso niños recién nacidos que no son bonitos; de hecho, hay
recién nacidos ciertamente horripilantes… sin embargo, todo recién nacido huele
bien. Olor a bebé. ¿Quién ha olido alguna vez a un niño de pocas semanas y no
ha dicho: “¡Qué bien huele!”? Ese aroma de bebé es el reflejo en el ámbito
olfativo de esa armonía innata en la que el ser humano se encuentra. El ser
humano estrena su corporeidad tras nacer, y con ella también una nueva gama
sensorial y, ante todo, una identidad. Ya no es más un anexo dependiente del
vientre materno. El nacido respira, transpira, encara la luz, grita, mama… y
tiene su olor personal, intransferible e íntimo que lo diferencia del resto.
Los niños de pocos días de vida pueden parecerse entre ellos hasta el punto de
alguna madre despistada confundirlos. Sin embargo, jamás una madre ciega
confundiría a su hijo con otro, pues basta oler a su hijo para diferenciarlo de
entre un millón. El olor es nuestro verdadero y único carnet de identidad… ¡el
resto es inútil burocracia!
Y precisamente
ahí, en nuestra identidad individual, se culmina el proceso del nacimiento
desde la perspectiva que nos interesa: la metafísica. Desde este punto de
vista, nacer es pasar de lo inmanifestado a lo manifestado (nuestro cuerpo), de
lo amorfo a la forma individual (la nuestra), de lo universal a lo particular
(cada uno de
nosotros). De hecho, si comenzamos el
artículo con la universalidad del nacimiento, lo concluimos con la obviedad de
la diversidad del ser humano. Todos los seres humanos nacen, y aun así,
compartiendo todos la misma experiencia, no se encontrarán dos seres humanos
idénticos. Para la naturaleza, la igualdad es un anatema: ningún par de
individuos (de lo que sea) son iguales, ni tan siquiera los gemelos o los
clones artificiales con los que la infame ingeniería genética está jugueteando
desde ya unas décadas.
Desde un punto
de vista teológico, se llama “creación” al misterioso proceso que va desde la
unidad primordial a la multiplicidad, del “uno” inmanifiesto al “muchos”
manifestado. El hombre, como ser creado, participa de este misterio al elegir
nacer libremente como ser individual, con una responsabilidad, con una
libertad, y con una identidad propia, única e irrepetible. El lazo que une ese
ser creado individual con el principio creador universal es estricta, rigurosa
y etimológicamente, lo que se designa como “religión”. “Religión” es la
relación vertical de lo primordial y universal con lo contingente y lo
particular (es decir, cada uno de nosotros). Por lo tanto, contemplando esta
polaridad, se comprende que mientras desde la perspectiva universal hay una sola
y única religión, desde la perspectiva contingente y formal, hay muchas
religiones, tantas como seres individuales. De la comprensión de esta
misteriosa ambivalencia, depende que el ser humano haga de la llamada
“religión” lo que en verdad es (una unión en el eje vertical), y no otro
pretexto de división con sus semejantes, de odio hacia el que es diferente, y
de querellas miserables entre bestias ignorantes.
Con el
nacimiento, el ser humano se manifiesta en el misterio de la ilusoria
multiplicidad, mientras al mismo tiempo es parte integral de una unicidad que
le trasciende, que nos transciende. Es por ello por lo que el mismo acto de
nacer es un símbolo idóneo del proceso cosmológico, incluso en sus más
insignificantes detalles.
El ser humano
pasa de la potencia pura del vientre materno, a una vida en acto, formal e
individual. Pasa de la esfera uterina en líquido amniótico de gravedad cero, al
eje horizontal de la individualización, de la masa, y del peso. Pasa del estado
celeste de la vida prenatal al estado terrestre. De hecho, debido a la
estructura orgánica humana, el trabajo de parto es ante todo un descenso, una
bajada, una caída de arriba hacia abajo. La gravedad es la fuerza física que
más interviene en el nacimiento, y es por ello que el modo más ergonómico para
parir es la verticalización del tronco y de la pelvis, o bien a través de la
postura de cuclillas, o bien sentada, de rodillas, o directamente en pie. Sólo
recientemente la sabiduría natural de la mujer se ha atrofiado por la
imposición médica de la postura de decúbito supino, la cual sólo es idónea para
una auscultación obstétrica y para una intervención quirúrgica (que el parto
normal no cesariano no es), pero en ningún caso para el trabajo de la madre y
del niño. Así, en situaciones naturales y normales, el recién nacido “cae” en
la tierra en su estado primordial, inmaculado y puro, literalmente a los pies
de su madre.
Dentro de una
expresión tradicional a la que tan injustamente se ha generalizado acusar de
misoginia como es la musulmana, hay un hadiz aceptado por todas las
sensibilidades escolásticas que afirma que “el paraíso está a los pies de las
madres”. Y profundizando en esa experiencia universal de nacer, se comprueba
hasta qué punto estas proféticas palabras expresan la verdad: sólo volviendo a
nuestro nacimiento conoceremos nuestro estado primordial. Es necesario volver a
nacer para conocer la vida plena.
William Lilly - Master Astrologer
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